Gauchito Gil, el santo de los punteros
En calcomanías sobre las lunetas de autos que transitan por los barrios populares, en murales pintados en las esquinas, en tatuajes grabados en el cuerpo y en pequeños altares hogareños, la imagen del Gauchito Gil no ha dejado de propagarse en todo el Gran Buenos Aires desde hace aproximadamente quince años. Estas expresiones encuentran sus terminales en templos a veces monumentales; sucursales, a su vez, del gran centro nacional de peregrinación en Mercedes, Corrientes . Iluminados por velas rojas y ornamentados con cañas de tacuara enarbolando banderas del mismo color, configuran un escenario que remite a las guerras civiles del siglo XIX. No es fortuito: Antonio Gil se constituyó en uno de los mitos más emblemáticos del Litoral durante la etapa final de ese período de nuestra historia.
¿Por qué resulta tan atractivo para el nuevo proletariado suburbano? Algunas hipótesis son factibles analizando las demandas de algunos promeseros: desde el retorno de un marido o una esposa infiel hasta el de hijos hundidos en el síndrome de las drogas y el delito; desde la suerte de detenidos y prófugos de la Justicia hasta la de enfermos. Una línea gruesa, no obstante, se impone: la protección de delincuentes o de vecinos comunes acechados por diversos enemigos en medio de guerras entre bandas o conflictos familiares. ¿Qué tienen en común todas estas súplicas con el mito de la trayectoria del santo? Recorrámoslo brevemente.
Antonio Mamerto Gil Núñez nació en Mercedes, Corrientes, en 1847. Desde niño, se desempeñó como peón de campo en diferentes haciendas describiendo la trashumancia estacional típica de las llanuras argentinas. Hacia principios de los 60, se enamoró de una estanciera viuda y rica cuya fortuna le era disputada por parientes codiciosos y por el comisario del pueblo. Harto del cortejo de su rival, lo retó a un duelo a cuchillo entre caballeros. Pero, acorralado, el policía se batió en fuga emitiendo su inmediata orden de captura por desacato a la autoridad. Para evitarle a su amada el escarnio social decidió enrolarse en 1864 en el Ejército Nacional para combatir en la Guerra de la Triple Alianza.
Después de su heroico retorno, fue convocado a alistarse en la facción militar de su Partido Autonomista (colorado), en guerra contra los celestes (liberales mitristas). Pero el dios guaraní Ñandeyara se le apareció en un sueño ordenándole no participar en una guerra fratricida que, a diferencia de la anterior, desvirtuaba el orden natural porque no respondía a ninguna ofensa que vengar. Desertó y se convirtió en un paisano rebelde; sobreviviendo, junto con otros alzados, del cuatrerismo y el saqueo, distribuyendo entre los pobres de los pueblitos el saldo de sus botines.
Líder nato, suscitó en sus secuaces una devoción y entrega absolutas; exhibiendo, de paso, sus poderes sobrenaturales para curar heridas y enfermedades. Fue finalmente atrapado el 8 de enero de 1870 por una cuadrilla a cargo de un sargento que dispuso su inmediato traslado a Goya. Pero, como era costumbre de la época, había una directiva tácita de ir eliminando a los capturados en el camino bajo la figura de "intento de fuga". Su fama de soldado heroico en el Paraguay determinó su indulto; pero este se demoró en llegar y el sargento ordenó su fusilamiento.
Al momento de su ejecución, Antonio llevaba en el pecho un escapulario de San La Muerte, que hizo rebotar las balas. Desesperado por la humillación ante sus subordinados, el militar dispuso su degüello con su propio cuchillo colgándolo de un solo pie de un espinillo. Cuando se aprestaba a decapitarlo, Antonio lo interpeló: "Cuando llegue la carta de indulto, vas a recibir la noticia de que tu hijo está muriendo por causa de una enfermedad. Reza por mí y tu hijo se va a salvar, porque hoy vas a derramar la sangre de un inocente". Gil fue finalmente degollado; y su ejecutor efectivamente habría de recibir esa noche las dos noticias: la de su indulto y la de la enfermedad de su hijo. Peregrinó inmediatamente hasta el árbol en donde Antonio había sido sacrificado pidiéndole perdón y clavando un crucifijo que, desde entonces, se convirtió en el centro de peregrinación de sus devotos.
Gil posee varios atractivos: es gaucho -por lo tanto, provinciano-, es libre y es responsable de hacer cumplir "los códigos" para garantizar la subsistencia cotidiana comunitaria a través de una tradición útil en el marco del orden social de la nueva pobreza estructural. Su trayectoria se ajusta a la de los "porongas" comunitarios: de una banda familiar o juvenil, de una barra brava o de un barrio entero. De ahí que su devoción sea abrazada tanto por los delincuentes como por los referentes territoriales encargados de velar por el sostén de su grupo. A veces, ello requiere trasgredir la ley.
Gil les confiere una connotación religiosa indispensable en sociedades en las que las pautas de convivencia deben reinventarse recurrentemente. Las propiedades providenciales de su autoridad no admiten otra deliberación que aquella que se resuelve por la acción directa. Una solución práctica para aquellos cuyas aspiraciones de liderazgo estriban en "conocer la calle" y ofrecer a sus seguidores seguridad y protección; aunque a costa de una obediencia que no admite discusiones.
Gil, como los buenos referentes, protege a las mujeres del machismo exacerbado por la crisis de los roles proveedores tradicionales. Como estos, es también un gran seductor que utiliza su virilidad como insumo de su prestigio de "macho cabrío" protector. De ahí, la devoción que, como los punteros, suscita en tantas mujeres ávidas de recuperar la armonía familiar perdida por la infidelidad o la violencia doméstica agravada por el alcohol, las drogas o la vida marginal.
Otro capítulo de su mitología es su martirio. Sin duda, un atractivo para promeseros requeridos de calmar la culpa de sus pulsiones por las tentaciones de la cultura delictiva. Su captura y posterior fusilamiento por un ficticio intento de fuga evoca la "carta blanca" de la policía respecto de jóvenes delincuentes sindicados como irrecuperables. Como ocurre entre ladrones, punteros y policías, comparte con su verdugo el mismo lenguaje de su común extracción social. Y como a los "malandras" actuales, la protección de San La Muerte lo salvó de las balas enemigas. Su degüello injusto produjo, como ocurre con los "pibes chorros", su purificación frente al ejercicio de una violencia estatal juzgada como intrínsecamente injusta.
Gil, por último, predice el destino del verdugo inspirado por la gracia divina. El desenlace rescata valores como el amor, la misericordia y el perdón; aunque también la superioridad de aquel que con su sacrificio se santifica. Ello lo preserva vivo en otro estado contiguo al mundo sensible con el que es pasible comunicarse merced a la intervención mediúmnica. Muchos pastores y pais conjugan ese rol con el de referentes comunitarios.
Gil deviene, así, una suerte de caudillo celestial transhistórico. Como otros mitos de las tradiciones rurales, su culto no define religiosos especializados, sino que estos suelen ser los propios dirigentes barriales. Porque no es un dios, sino un "santo"; un humano cuya superioridad ejemplar trasciende la vida y los tiempos. Los capos y aspirantes a serlo que lo siguen participan de su grandeza definiendo, a su vez, pirámides de jefaturas subalternas imbuidas de su moral. Toda una metáfora del ejercicio microfísico del poder en los mundos de la pobreza construida durante las últimas décadas.
Historiador, miembro del Club Político Argentino