Gambito de dama y el otro ajedrez
La producción de Netflix trajo a escena un juego milenario que desveló a filósofos y fue campo de batalla de la Guerra Fría
Los fenómenos de alta audiencia hacen visible lo que antes estaba en un margen. La serie Gambito de dama devuelve al ajedrez un poderoso atractivo que había perdido desde los años dominados por Bobby Fischer y los maestros rusos, la época retratada por la ficción de Netflix.
El personaje de Beth Harmon, protagonizada por la actriz de origen argentino Anya Taylor-Joy, abraza el ajedrez como escalera hacia la hazaña deportiva y la autosuperación. El ajedrez es un arte que combina posibilidades y hoy sus piezas remiten a tres procesos, más allá del encanto de Beth y el éxito de la serie. Sobre o debajo del tablero de las muchas piezas discurre la fascinante cuestión no resuelta acerca del origen del juego; también, los recuerdos de los duelos ajedrecísticos como campo de batalla cultural entre Estados Unidos y la ex Unión Soviética en tiempos de la Guerra Fría; por último, el ajedrez como un enigma de significado profundo que algunos han intentado resolver.
El juego de los dos contrincantes y 16 piezas en un tablero tuvo un gran historiador: el inglés Harold Murray, cuya Historia del ajedrez (A History of Chess) fue publicada en 1913 por la Oxford University Press. Obra de 900 páginas, es la biblia de los historiadores del juego. El victoriano Murray, que estudió árabe para cristalizar su monumental investigación, sentó la teoría del origen del ajedrez en la India, durante el siglo VI. Una tesis que sigue vigente, aunque lidiando con otras que alegan un origen chino.
El juego se extendió por China, Rusia, Persia, hasta llegar a Europa alrededor del siglo X, luego de la conquista árabe de la península ibérica. Para finales del siglo XI, el juego se propagó como lo testimonia el Versus de Scachis (Versos de ajedrez), un poema medieval del 997, escrito en latín. En el siglo XIII, el dominico lombardo Jacobo de Cessolis publicó los sermones del "Libro de las costumbres de los hombres y deberes de los nobles o el Libro de Ajedrez". Y la aristocracia feudal practicó con fervor el ajedrez, acaso porque el juego mismo simula un combate.
De hecho, en El libro de los reyes, el poeta persa Ferdusí (935-1020) narra que el juego surgió por un conflicto entre dos hermanos como parte de una guerra de sucesión. Un grupo de sabios acordó resolver la confrontación mediante la simulación de una batalla a través de unas estatuillas que representaban dos grupos de infantes, dos elefantes, dos carruajes, dos jinetes y un rey y una reina. De ahí que el primer nombre para el ajedrez, chaturanga en sánscrito, signifique "cuatro miembros", las cuatro partes de un ejército de la antigua India: la infantería, caballería, elefantes y carruajes.
Pero lo más singular en la historia de las piezas y el tablero está en la posguerra y la Guerra Fría. La Segunda Guerra Mundial había terminado, y en el nuevo orden geopolítico emergente colisionaron el mundo occidental y el bloque soviético escudado en el Pacto de Varsovia. En ese tiempo cundía el temor a una guerra nuclear y, en una confrontación continua, cada bando quería demostrar su supremacía a través de las victorias en la lid deportiva o en la carrera espacial. El atletismo y el ajedrez actuaron como barómetro para medir la pretendida superioridad cultural entre los contendientes.
En 1972, la Guerra Fría se desplazó a Reikiavik. En la capital de Islandia se enfrentaron por el campeonato del mundo el norteamericano Bobby Fischer y el ruso Boris Spasski, los dos rodeados por un halo de invencibilidad. Fischer era extravagante, de espíritu independiente y de una genialidad precoz. A los 13 años derrotó, en la "partida del siglo", a Donald Byrne, en un torneo en Nueva York en 1956. Y al vencer en Buenos Aires al excampeón mundial, el soviético de origen armenio Tigran Petrosian, ganó el derecho de enfrentar al campeón Spasski.
El maestro ruso era la punta de lanza del ajedrez como una estructura institucional gestionada por el Comité de Educación Física y Deportes de la ex Unión Soviética, que había forjado a todos los campeones y subcampeones mundiales desde 1948 que, a su vez, habían arrasado con sus oponentes en todas las Olimpíadas de la época. Con alrededor de 50 millones de personas que lo practicaban, el ajedrez era el deporte nacional de la URSS.
El encuentro de Fischer, de 28 años, y Spasski, de 35, frente a 2500 espectadores, era el primer campeonato del mundo celebrado fuera de Moscú desde 1951. Fischer finalmente ganó el Match del Siglo. Fue el primer, y único, campeón del mundo norteamericano. Quebró el monopolio soviético de los campeonatos mundiales durante 24 años.
Por unos meses, en Islandia, las estrategias para jaquear al rey rival compusieron el máximo lenguaje político a nivel global. El ajedrez como un tema de Estado entre las superpotencias representadas en 64 casillas. El posterior enfrentamiento de Fischer con su propio país y su muerte en el exilio, justamente en Islandia, es "compensado" en la ficción por una Beth sin mayores preocupaciones contraculturales y que, al jugar con unos ancianos rusos luego de ganar el campeonato en Moscú, propone al ajedrez como encuentro cordial entre culturas, lo opuesto a la áspera realidad histórica.
A lo largo de la historia, los caballos, alfiles, torres y demás piezas embrujaron también a mentes filosóficas y a escritores.
Diderot, el creador, junto con D’Alembert de la famosa Enciclopedia, la gran obra de la Ilustración en el siglo XVIII, escribió El sobrino de Rameau, un diálogo de ingenio satírico que expresa ideas sobre estética, ética y la naturaleza del genio, entre otras cuestiones. El ajedrez es parte de los razonamientos del autor, ya que la obra transcurre en el Café de la Regencia, el templo ajedrecístico de Francia. Lugar de encuentro de grandes personalidades, entre las que descollaba el músico y ajedrecista Philidor, a quien se le atribuye la célebre afirmación de que "los peones son el alma del ajedrez".
Jorge Luis Borges, en El Hacedor, dedicó un poema al ajedrez. El jugador que mueve la pieza es a su vez movido por Dios. "¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / De polvo y tiempo y sueño y agonías?". Es decir, desde las movidas del ajedrecista se inicia una cadena de dependencias por las que el Dios que mueve al jugador es, a su vez, movido por otro Dios, y por otro, y otro... El tablero y las piezas son un puente hacia una realidad ad infinitum, interminable e incompresible, ya que "este juego es infinito". Un juego que, como una guerra sublimada, empezó en Oriente, y "cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra". El ajedrez como salto desde lo particular de los ajedrecistas y sus movidas hacia la vida que nos mueve, pero sin que podamos entender su lógica más íntima.
El gran ensayista y poeta argentino Ezequiel Martínez Estrada, autor de Radiografía de la Pampa (1933), publicó en La Nacion varios artículos dedicados al ajedrez. Recopilados como libro, nunca fue publicado en vida del autor, y el manuscrito fue salvado de las llamas por el propio Borges. La Biblioteca Nacional finalmente lo publicó bajo el nombre de Filosofía del ajedrez, dentro de la colección Los Raros. Martínez Estrada, que jugó intensamente al ajedrez, observaba que en este juego "se ponen en actividad fuerzas mentales que abarcan todo el campo de pensamiento, sin relación con el mundo material, a la manera de las fuerzas platónicas".
Alexander Alekhine, Paul Morphy y José Raúl Capablanca estaban entre los genios clásicos del ajedrez en tiempos en los que todavía la supercomputadora de IBM Deep Blue no había derrotado a Garry Kaspárov, uno de los grandes maestros de ajedrez. Un juego que, al ser pensado, nos demuestra que cada movida tiene consecuencias cuyos efectos no son visibles de forma inmediata sino a través del tiempo; un juego en el que la ubicación de todas las piezas en el tablero lleva a comprender la importancia de percibir todo el espacio y de no solo concentrarse en una parte del todo; un juego en el que cada acción deber ser pensada para no dejar nada librado al puro impulso; un juego en el que el jaque mate no es el final, sino siempre la promesa de una nueva partida, otra oportunidad, otro comienzo.