Gabriela Mistral, a 60 años del Nobel
Por Luis Maira Para LA NACION
Han transcurrido seis décadas desde aquel frío pero luminoso día de diciembre de 1945 en Estocolmo, cuando por primera vez un escritor de América latina –la poeta chilena Gabriela Mistral– recibió de la Academia Sueca el Premio Nobel de Literatura.
El tiempo y el trabajo riguroso de los críticos han servido para confirmar la justicia de esa selección y el mérito de su obra. Ya lo había señalado, con prontitud, la argentina Victoria Ocampo en un artículo publicado en la revista Sur: "Los premios suelen tener poco olfato y se equivocan de destinatarios. Esta vez la elección ha sido feliz. Y aunque podamos, con justo derecho, sentirnos no menos orgullosos de algunos otros escritores americanos de lengua española cuyos valores son conocidos en el mundo entero, no veo ninguno más digno de merecer tal distinción".
Pero así como ha sido grande el tributo a su quehacer literario parece opaco el reconocimiento a sus valiosas contribuciones al desarrollo cultural y al progreso de América latina. Al menos hay dos aportes que, por proféticos y justos, se hace indispensable revalidar: la búsqueda de la amistad y la integración entre los pueblos latinoamericanos y su prolongada lucha por los derechos de la mujer.
Gabriela Mistral tuvo una fuerte identidad con Chile y sus valores, pero asoció estas convicciones a dos sentimientos complementarios que hoy cobran especial sentido: el amor por su "patria chica", el Valle de Elqui, donde inició sus tareas como maestra y donde quiso que estuviera su tumba, y la "patria grande", una América latina entendida como continuidad y complemento de su identidad nacional.
Cuando fue una escritora consagrada, aceptó la invitación de los gobiernos de la revolución mexicana para integrarse a sus proyectos educativos y culturales. En 1922, comienza a trabajar con José Vasconcelos, ministro de Educación y notable ensayista. Poco después dirige el primer proyecto de educación bilingüe con pueblos originarios en Zacapoaxtla, en la sierra del estado de Puebla. A partir de entonces, su pasión latinoamericana y la urgencia por afianzar al bloque de nuestros países como "una región" no declinaría nunca.
En 1928 planteará su apoyo a la lucha de César Augusto Sandino en Nicaragua, sosteniendo que la política intervencionista de Washington y la "cacería de Sandino" violaban el derecho internacional. Poco después levantará su pluma para defender los derechos de los pueblos indígenas de América Central, reflejando una particular ternura por esos países, lo que la lleva a nombrar al más pequeño, El Salvador, como "el pulgarcito de América latina". Sus escritos exaltan la figura de José Martí, en Cuba. Luego, sus largos años de permanencia en Brasil la acercan a las raíces y mitos exuberantes del mayor país sudamericano, al que prodigará también su cariño. Y cuando, en 1937, tiene ocasión de visitar la Argentina, reacciona primero algo desconcertada ante la fuerza de lo europeo que halla en Buenos Aires, pero luego se reconcilia con el mestizaje de ideas y valores que advierte y guarda a varios amigos argentinos en el círculo estrecho de sus afectos.
Gabriela Mistral creyó firmemente en el destino compartido de las naciones latinoamericanas, en el valor ampliado que resulta de la suma de las creaciones nacionales y que un lugar más alto les estaba reservado en el sistema internacional si eran capaces de integrarse en un destino común, que ella no alcanzó a ver realizado pero que parece un reto ineludible en los inicios del siglo XXI.
La otra gran pasión de la poeta fue buscar el progreso en la situación de la mujer que vivía en esos años una condición subalterna. Su propia experiencia es una muestra: recibió la más alta distinción concedida a un escritor sin tener en su país los derechos esenciales de una ciudadana, puesto que el derecho a sufragio fue concedido a las mujeres sólo en 1949. Pese a ello, en su discurso de recepción se dirigió al rey de Suecia identificándose como "una hija de la democracia chilena". La más nítida muestra del escaso aprecio que los dirigentes de Chile tenían por el aporte ya notable que hacían nuestras mujeres se refleja en el hecho de que a Gabriela Mistral se le otorgara el Premio Nacional de Literatura seis años después de recibir el Nobel.
En 1932 fue la primera mujer que ejerció un cargo diplomático. Ya entre 1922 y 1924 había preparado el admirable libro "Lecturas para mujeres", del que, editado en 20.000 ejemplares, se pueden encontrar todavía copias en las fascinantes librerías de viejo de la calle Donceles, en la Ciudad de México. Allí incitaba a sus compañeras a conquistar espacios más amplios en sus países.
Estas tareas –que formaron parte de los sueños de Gabriela Mistral– ocupan hoy día un lugar principal en la agenda de los países latinoamericanos.
Hay que recuperar sus reflexiones y propuestas, tan lúcidas, para concluir los desafíos pendientes en el tiempo que viene.