Frida y Diego. Crónica de un desencuentro
Dos obras de la pareja, separadas durante más de dos décadas y reunidas en la muestra México moderno. Vanguardia y revolución, en el Malba, simbolizan la apasionada relación entre ambos artistas
“Nadie sabrá jamás cómo quiero a Diego. No quiero que nada lo hiera, que nada lo moleste y le quite la energía que él necesita para vivir. [...] Si yo tuviera salud, quisiera dársela toda. Si yo tuviera juventud, toda la podría tomar.” Estas palabras escribió Frida Kahlo sobre Diego Rivera en su diario íntimo, donde se refiere al amor de su vida como “mi principio, mi constructor, mi niño, mi novio, mi pintor, mi amante, mi esposo, mi amigo, mi madre, mi padre, mi hijo, yo”. De inmediato, sin embargo, agrega: “¿Por qué le llamo mi Diego? Nunca fue ni será mío. Es de él mismo”.
En estos días se escribe en el Malba un nuevo capítulo de esta apasionada historia. Por primera vez en 22 años vuelven a convivir bajo el mismo techo dos obras que fueron separadas en una subasta tras haber convivido durante cinco décadas: Autorretrato con chango y loro (1942), de Kahlo, y Baile en Tehuantepec (1928), de Rivera. Pero esta última no podrá permanecer en el país más de un año y medio, y su partida marcará el final de la crónica de un (nuevo) desencuentro anunciado.
Cuando Frida escribía aquellas palabras en su diario, poco antes de cumplir 40 años, ya se había divorciado de Rivera –porque descubrió que él la engañaba con su hermana– y estaba casada nuevamente con él. Su vida había sido, y era, una tortura.
Nacida en 1907, tenía sólo seis años cuando contrajo poliomielitis, enfermedad que afectó su pierna derecha. La misma pierna que sufriría once fracturas doce años más tarde, cuando un camión en el que viajaba chocó contra un tranvía. En pocos segundos se le rompieron también la columna vertebral, el cuello, las costillas, la pelvis. Un pasamanos se clavó en la espalda y le atravesó la vagina. El hombro izquierdo quedó dislocado para siempre y uno de los pies se lesionó a tal punto que le sería amputado poco antes de su muerte, en 1954. Para entonces, se había sometido a 35 operaciones destinadas a corregir las secuelas del accidente y había abortado tres veces los hijos que soñaba tener con Diego.
“Frida Kahlo describe directamente su propio dolor, su dolor no la vuelve muda, su grito es un aullido articulado porque alcanza una forma visible y emocional”, escribe Carlos Fuentes en la introducción de El diario de Frida Kahlo (La Vaca Independiente, 2010). Y agrega que la artista “es una de las grandes voces para el dolor en un siglo que ha conocido, acaso no más sufrimiento que otros tiempos, pero sin duda una forma de dolor más injustificada y por ello más cínica, vergonzosa y publicitada, programada e irracional, que cualquier otro tiempo”.
En el mismo texto, Fuentes define a Rivera como “un anarquista, un mitómano, un mentiroso compulsivo y un narrador fantástico”. “Ella admitía que sufrió dos accidentes en su vida, el del tranvía y el de Diego Rivera –recuerda el escritor–. De su amor por el hombre no cabe duda. Él era infiel. Ella se lo reprochaba: ¿cómo podía Diego tener relaciones con mujeres indignas de él, inferiores a él? Él lo admitía: mientras más amaba a Frida, más quería dañarla.” Despechada, Kahlo no se quedó atrás: entre sus varios amantes se contaron María Félix y León Trotsky.
Cuerpos abiertos, sangre, calaveras, mujeres muertas y, sobre todo, la mirada penetrante de su propio rostro. Todo eso puede encontrarse en la obras descarnadas de Kahlo, muchas de las cuales fueron pintadas desde la cama, frente a un espejo. Pero también símbolos de la fertilidad –flores, frutas, animales– que seducían a una mujer que devoró la vida. “Mediante su arte –escribe Fuentes–, Kahlo parece llegar a un acuerdo con su propia realidad: lo horrible, lo doloroso, puede llevarnos a la verdad del conocimiento de nosotros mismos.”
Los adioses
El padre de Frida había muerto poco antes de que ella pintara Autorretrato con chango y loro, en 1942. Ese año, mientras el MoMA incluía su obra en una muestra dedicada a los retratos del siglo XX, ella vendía un departamento para financiar un museo que albergara la colección de objetos precolombinos de Rivera. Y, sobre todo, luchaba contra la depresión y la creciente decadencia física.
No dudó Eduardo Costantini cuando tuvo que elegir entre Diego y Frida en un remate realizado en Sotheby’s, en mayo de 1995. Golpeada por la crisis, la empresa IBM había decidido desprenderse de su valiosa colección de arte latinoamericano. “Era una oportunidad única, porque nunca se vieron dos obras paradigmáticas del arte latinoamericano, que aparecen muy de vez en cuando, juntas en una subasta. Fui por Frida porque no tenía seis millones de dólares, pero me quedé con las ganas de comprar las dos”, recordó el coleccionista en diálogo con LA NACION.
También se quedó con el compromiso de Augusto Uribe, experto a cargo de aquel remate, de tenerlo en cuenta cuando el comprador de Baile en Tehuantepec estuviera dispuesto a desprenderse de la pintura. “Las dos obras son muy importantes porque marcan una ruptura de las artes plásticas respecto del modernismo europeo –señaló Uribe a LA NACION–. Habían sido compradas por Thomas Watson para IBM, eran las joyas de la colección de la empresa y estuvieron juntas durante casi cincuenta años.”
El esperado llamado de Uribe llegó el año pasado. En ese plazo de más de dos décadas, la obra de Kahlo se había convertido en uno de los íconos de la colección del Malba, museo fundado por Costantini en 2001, mientras que la de Rivera permaneció oculta a la mirada pública en un departamento de Manhattan. Considerada la obra más importante del muralista mexicano en una colección privada fuera de su país, fue exhibida por primera vez en el MoMA en 1930; un año después integró la retrospectiva del muralista en el museo neoyorquino y en 1950, el envío que marcó la primera participación de México en la Bienal de Venecia.
Tras negociar el precio, Costantini pagó por ella una cifra récord para el arte latinoamericano: 17,5 millones de dólares. Luego la exhibió en el Museo de Arte de Filadelfia y en la madrileña Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde presentó este año su colección personal en el marco de la feria ARCO. Desde el jueves pasado integra en el Malba la muestra México moderno. Vanguardia y revolución, con 170 piezas emblemáticas de más de 60 artistas, que continúa hasta febrero. Aquí, finalmente, se reencontró con la obra de Frida... aunque se exhiben en salas separadas.
¿Cómo seguirá esta historia? Para que Baile en Tehuantepec pueda quedarse en la Argentina en forma definitiva, Costantini debería pagar impuestos por un 10 por ciento del valor que pagó por ella en Nueva York. “Ingresó como exposición temporaria. Seguramente podrá estar un año y medio en el país, y luego volverá a Estados Unidos”, señaló el coleccionista, confirmando las palabras proféticas de Kahlo: “¿Por qué le llamo mi Diego? Nunca fue ni será mío”.