Ante la usurpación del Estado, ¿la ley o el lanzallamas?
Hay, en la esfera administrativa, un entramado de privilegios, avivadas e irregularidades que desnaturaliza las nociones de servicio público, responsabilidad laboral y cumplimiento de las normas
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No iba a trabajar, pero cobraba, con puntualidad, su sueldo de 3,8 millones de pesos. La ley la obligaba a jubilarse, pero se negaba. Quiso pedir una licencia cuando no le correspondía. El caso de la jueza Ana María Figueroa se convirtió en un escándalo, pero tal vez refleje una cultura generalizada en muchos estamentos del Estado. El trabajo en el ámbito público se ha hecho cada vez más anárquico y desordenado, pero se ha apartado, además, de las nociones de obligación y de norma. No ir a trabajar se considera un derecho, y el incumplimiento de las reglas y los compromisos ha terminado por naturalizarse.
Días antes de que estallara el “caso Figueroa”, La Nación publicó una noticia que podría perecer menor, pero acaso explique, en el fondo, la seducción que hoy ejerce en una parte de la sociedad la idea –por cierto, peligrosa– de entrar al Estado con un lanzallamas o una motosierra. “Abogados reclaman que jueces y empleados vayan a trabajar”, se titulaba el texto firmado por Hernán Cappiello. Informaba sobre una nota que envió el Colegio de Abogados de la Capital Federal al titular de la Corte en la que se describe que, después de la pandemia, nunca se regularizó el esquema de trabajo en los juzgados, donde muchos empleados van algunos días y otros no, o se presentan a trabajar “según las necesidades y prioridades” que establecen en cada dependencia. “La situación –se afirma en la nota– provoca serios obstáculos para el ejercicio de la abogacía y para la prestación de un adecuado servicio de justicia”.
El fenómeno sobre el que llaman la atención los abogados porteños muestra apenas la punta de un iceberg. Detrás de esa queja hay una realidad mucho más amplia, que ha terminado por configurar, alrededor del Estado, un entramado de privilegios, avivadas e irregularidades que desnaturaliza las nociones de servicio público, responsabilidad laboral y cumplimiento de las normas. No solo ocurre en el Poder Judicial de la Nación, sino también en los tres poderes del Estado, y tanto en la órbita federal como en las jurisdicciones provinciales y municipales. Lo sufren los abogados, pero también los escribanos, contadores, agrimensores, arquitectos e ingenieros, en un país donde –además– cuesta dar un paso sin un sello, un formulario o una habilitación estatal. Lo sufren, por supuesto, el comerciante, el emprendedor o el empresario, y también el ciudadano común, que quedan atrapados en un intrincado laberinto administrativo y que todo el tiempo se sienten acosados por un estatismo asfixiante.
La burocracia no es un problema nuevo en la Argentina. Tampoco cierta morosidad y pesadez asociadas al servicio público. Pero hubo un tiempo en el que no todo era lo mismo. ¿A qué juez se le hubiera ocurrido cobrar sin trabajar y desafiar las reglas con rampante impunidad? Regía un sentido del decoro, de la responsabilidad institucional, del compromiso público. A los cargos de jerarquía se accedía por concurso; el escalafón no había sido desplazado por el “estatuto del acomodo”; la militancia se ejercía en los comités, en las unidades básicas o en los ateneos populares, no en las aulas, en los juzgados o en los organismos públicos. El prestigio y la trayectoria eran valores a cuidar. La política respetaba al personal de carrera y el Estado era visto como una institución, no como una guarida. Hoy las cosas parecen haber llegado a una fase de extrema descomposición: las dependencias públicas se conciben como “cuevas”, más que como oficinas. Las embajadas se administran como “premios consuelo”, no como destinos en la exigente carrera del servicio exterior, y a muchas estructuras estatales (la Anses, Aysa, el PAMI o el Incaa, por citar algunos ejemplos) en la jerga políticas se las llama “cajas”: son vistas como “botines”, no como organismos técnicos. Los funcionarios se abalanzan sobre los organigramas para completar “los ravioles” –como llaman a cada casillero en el dialecto de la burocracia política– con una lista de militantes, parientes y allegados que pasarán a integrar las distintas “capas geológicas” de un Estado cada vez más inmenso, amorfo e ineficaz.
La cooptación del Estado ha borrado las fronteras entre lo público y lo partidario. Y esa confusión ha fomentado un desapego cultural a la norma. En algunas escalas, es corrupción lisa y llana; en otras, privilegios e irregularidades. Ya no se trata de ese ritmo cansino y laberíntico de las reparticiones públicas, sino de una especie de anarquía en la que se ha consolidado un sistema sui generis de trabajo “a voluntad”.
En provincias como la de Buenos Aires, estas deformaciones han alcanzado extremos asombrosos. Lo de los juzgados porteños parece minúsculo, por ejemplo, al lado de lo que pasa en muchos ámbitos del Estado bonaerense, donde la atención al público ahora se hace por WhatsApp o a través de engorrosas plataformas digitales. Mientras tanto, se han creado organismos –desde ministerios hasta subsecretarías, direcciones, unidades ejecutoras, comisiones y otras entelequias– que no prestan servicios ni tienen competencias específicas, sino que militan “la inclusión”, “la igualdad” o la “cuestión de género”, entre otras banderas que se han convertido en “cajas”. Todos los días, además, se engrosa la planta permanente con una militancia rentada que ingresa “por la ventana”. Las ideas de gestión y administración se cambiaron por las de colonización y apropiación del Estado, como exhibió ayer con desparpajo el ministro Katopodis.
Si hay poderes que funcionan a media máquina, otros directamente no funcionan. La Legislatura provincial se convirtió en una institución fantasma. No sesiona, y el trabajo en comisiones prácticamente no existe. Pero el sueldo de la exjueza Figueroa podría considerarse bajo comparado con el de un diputado o un senador bonaerenses. El Estado hizo un pacto tácito con una inmensa masa de empleados públicos: paga poco, pero exige menos. Sin embargo, esa regla tiene, en la cuestión salarial, enormes excepciones en los peldaños más altos del escalafón. Los más de 9 millones de pesos que cobra Cristina Kirchner por una doble pensión están por encima, sí, pero no desentonan demasiado de sueldos que se pagan en la pirámide de algunos organismos o empresas del Estado, donde además se reparten viáticos, vales de nafta, gastos de representación, pasajes, choferes y asistentes. ¿Cuánto gana el titular de la Afip? ¿Cuál es el sueldo del fiscal de Estado bonaerense? ¿Cuánto cobra la presidenta de la TV Pública? ¿Y el presidente del Astillero Río Santiago o un director del Banco Provincia? Son preguntas al azar, que podrían extenderse a muchísimas otras áreas y cargos que no están en el radar de la opinión pública. Son preguntas que tal vez merecerían una mayor transparencia.
El servicio público debe estar bien pago, pero debe ser de calidad. Un legislador debería tener asegurada una dieta proporcional a su responsabilidad, pero eso debería garantizar compromiso y dedicación, valores que suelen brillar por su ausencia. Confundir una banca con una beca y administrar un despacho como una piñata de cargos es, lisa y llanamente, una defraudación al Estado. Por supuesto que la generalización siempre es injusta y arbitraria. Hay muchos legisladores, jueces y funcionarios que honran el servicio público y ejercen sus funciones con enormes cuotas de responsabilidad, seriedad y dedicación. Pero es inevitable preguntar: ¿son los que expresan la cultura dominante? ¿O les toca nadar contra la corriente?
La Corte Suprema de la Nación marcó la semana pasada un rumbo alentador. Intervino frente al desafío de la exjueza Figueroa con precisión y firmeza. Fue mucho más que una decisión administrativa y una resolución sobre un caso individual. Debe leerse como un mensaje de mayor contundencia y espesor: la norma es la norma y nadie está por encima de ella. Sobre ese principio se han edificado las democracias y los Estados modernos.
Lo de la Corte tiene un significado de máxima relevancia frente a los desafíos que plantea la usurpación del Estado. ¿Se resuelve con lanzallamas o se resuelve con la ley? Un sector de la sociedad, que se siente estafado, y con razón, se tienta con la idea del lanzallamas para desbaratar ese entramado de privilegios, avivadas y desorden. La opción del procedimiento, la norma y la institucionalidad le suena a poco. Tal vez hagan falta esa determinación y esa firmeza con las que actuó la Corte Suprema para que a nadie se le ocurra entrar una noche con motosierra y lanzallamas a despachos usurpados o a escondites burocráticos. El Estado debió ser administrado, no colonizado. Ahora debe ser saneado, no detonado. ¿Sabremos encontrar el equilibrio?