Frenar la pasión por la desmesura
El fracaso del aspirante Reposo a la Procuración General no fue otro que el de la estafa. No logró pasar por quien simulaba ser. Pero la derrota más honda provocada por este fracaso fue la de aquellos que, sabiendo quién era él, aun así lo apoyaron.
¿Por qué procedieron de ese modo? Lo hicieron porque, para el desempeño que se le requería, Reposo no debía contar más que con un único atributo. Ese atributo no demanda solvencia profesional, ni sólida trayectoria intelectual, ni mucho menos independencia de criterio. Ese atributo es el de la disposición a subordinarse sin condiciones a quien promovía su designación; a un poder, por lo tanto, que en incontables ocasiones ha sabido ofertar investiduras a cambio de obediencia irrestricta.
Se diría que la lógica aplicada para hacer de Reposo el candidato al cargo que finalmente no obtuvo manifiesta, una vez más, los atributos espectrales que debe reunir al menos buena parte de los funcionarios seleccionados por el Gobierno. Una vez que acceden a las investiduras que les han sido asignadas destruyen, mediante su insolvencia, el significado que ellas pudieran tener.
Al contrario de lo que William Shakespeare advertía en su momento acerca de la sed ilimitada de poder, hoy la ambición sin escrúpulos no esconde su naturaleza ni disimula su propósito. Estamos en un tiempo de siniestra franqueza en el despliegue de la perversión política. A diferencia de lo que sostiene el rey Duncan en Macbeth, poco antes de ser asesinado por aquel en quien más confía, los rostros ya no enmascaran las más secretas intenciones del alma. Por el contrario, las exhiben casi con ostentación. Es que abunda, también en la Argentina, un ejercicio del poder que deja ver sin pudor la índole siniestra de quienes lo cultivan o, para decirlo de otro modo, de quienes conciben como un derecho la burla de la idoneidad y la ley.
Postulado por Cristina Fernández como candidato para presidir la Procuración General de la Nación, Daniel Reposo es un ejemplo de esa convicción. Pero también lo es –hay que decirlo– de su inusual fracaso. En un brote de integridad invalorable, la mayoría parlamentaria se hizo oír para que la simulación y la estafa esta vez no prosperaran.
Pero, en estos días, el freno impuesto a la desmesura no sólo se hizo presente donde tanta falta hace, es decir en el Parlamento. La disconformidad con el Gobierno volvió a irrumpir en las calles, al son de las cacerolas. Quienes las hicieron retumbar le han dicho al oficialismo que no tiene allanado el camino que busca recorrer para postularse como expresión de la eternidad en la historia.
No se trata de sobrestimar el alcance de la protesta de la clase media ni la envergadura conceptual de su manifestación. Pero su legitimidad es indiscutible y su significado innegable. Las motivaciones que le dieron vida son tan valederas como las de cualquier otro sector social que decide denunciar la arbitrariedad de los que mandan cuando esa arbitrariedad tiene lugar.
La clase media encuentra en el manoseo de sus bolsillos el límite a su proverbial errancia política. Entre los escombros de tantos ideales que alguna vez fueron suyos, el del ahorro sigue en pie. Muchos querrían que fueran otras y más altas las motivaciones sustanciales de su rebelión: principios, digamos; reivindicaciones morales y cívicas de estatura republicana. Que sus manifestantes no esperaran a ver estrangulado su derecho al ahorro para que las calles los volvieran a contar entre los indignados con el autoritarismo oficial. Se supone, cuando tan elevadas razones se reclaman como fundamento de la protesta colectiva, que esa clase media tiene, todavía, un nivel de formación ciudadana como el que la caracterizó en un pasado ya distante. Y no es así. La clase media argentina no es hoy sino la sombra de lo que fue; saldo desvalido de un ayer en el que la educación, el trabajo y la cultura eran, junto con el ahorro, fuerzas promotoras de un perfil social inconfundible y singular incluso en América del Sur. Ese perfil, si no ha terminado de desdibujarse, está a merced de una crisis que lo ha transformado por completo. Por supuesto, nada de ello rebaja la validez de su protesta actual. Pero explica por qué esa protesta encuentra su eje vertebrador en la demanda económica. Otros valores políticamente decisivos, más sutiles y complejos quizá pero no más fundamentales ya no logran articular y desencadenar la protesta pública de la clase media. Los fervores cívicos de 1983 se han disuelto, arrasados ante todo por la catástrofe administrativa del radicalismo en el poder. Si se exceptúa el clamor constante que provoca la inseguridad, la rebelión ante la decadencia de la democracia argentina no despierta un espíritu de protesta colectiva que se haga oír en las calles. Se trata, en suma, de entender que, entre el vaciamiento doctrinario de los partidos opositores y la anémica sensibilidad republicana de la clase media, hay una relación de interdependencia cuyos signos son inocultables.
Lo ocurrido con la protesta campesina de 2008 parecería decir lo contrario. Sin embargo, de los pueblos del interior, laboralmente dependientes de la faena agrícola ganadera, provino muy buena parte del apoyo que en octubre de 2011 consagró como Presidenta a Cristina Fernández de Kirchner. Nadie ignora el porqué. Si el oficialismo no consiguió derrotar parlamentariamente al campo en 2008, sí lo hizo moralmente en las elecciones de la pasada primavera. La abundancia de dinero circulante se le agradeció al Gobierno con abundancia de votos. La memoria y los principios pudieron menos que el bienestar circunstancial.
Hoy el campo vuelve, con justa razón, a expresar su disconformidad con el tratamiento ofensivo que le dispensa la Casa Rosada. Pero no está demás preguntarse qué harían sus votantes de mañana si, hacia 2015, la situación de los productores, en una hipótesis fantasiosa, viera recuperada su lozanía de la mano del oficialismo. Insisto: no se trata de alzar las banderas del repudio al vil metal mientras se enarbolan las de presuntos bienes del espíritu. Se trata, en cambio, de abordar las cosas como son, en la medida de lo posible. Todo ello sin olvidar lo mucho que hace el Gobierno para minar la robustez de sus propios fundamentos.
Shakespeare creía haber aprendido algo esencial con Sófocles, Roma y la sangrienta historia de su país. Ese algo era que la desmesura termina por devorar a quienes la practican. Sus devotos, fatalmente, estallan por implosión. Se quiebran íntimamente a medida que multiplican sus abusos; a medida que se empecinan en confundir lo que febrilmente anhelan con lo viable; a medida que repudian a quienes les aconsejan obrar con prudencia y mejor discernimiento; a medida que desprecian como ficticias las consecuencias de esa peligrosa homologación entre la realidad y el deseo en la que incurren con tanta facilidad.
La Presidenta y quienes celebran como virtud mayor su estrechez de miras en órdenes decisivos para el país no parecen percatarse de la relación que guarda el transcurso del tiempo con la autosuficiencia empecinada. El desgaste, la erosión no afectan el paso de los días, sino esa autosuficiencia. Y más la afectan cuando ella se aferra al poder. Para contrarrestar ese desgaste, el Gobierno, absurda, locamente, embiste contra todos aquellos en los que su credibilidad pública y su estabilidad podrían encontrar respaldo. Al violentar las leyes del equilibrio mínimo indispensable, el oficialismo termina por no hacer otra cosa que emprenderla a palos contra su propia cabeza. "Ir por todo" bien puede terminar significando embestir contra uno mismo.
Volviendo a Shakespeare, vale la pena recordar que Macbeth creía estar avanzando cuando en verdad retrocedía. Enceguecido, acaso secretamente resignado a lo irremediable, le prometía a su turbulento corazón: "A mi propio interés todas las otras causas se someterán. Y si más no avanzase tanto daría volver como ganar la orilla opuesta. Ideas extrañas llenan mi cabeza. Las tomaré en mis manos y las ejecutaré sin detenerme a analizarlas".
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