Franz Kafka. La estética de la paradoja y la imposibilidad
Pocos días después de la noche del cometa, en mayo de 1910, Franz Kafka empezó siete veces y abandonó otras tantas un relato que suele considerarse autobiográfico. "Si me pongo a pensar, tengo que decir que, en muchos sentidos, mi educación me ha perjudicado mucho", escribe Kafka una y otra vez, con variaciones, en uno de los cuadernos de hule negro que destina a su diario íntimo. Nunca conseguirá terminar ese texto, al que titulará "El pequeño habitante de las ruinas". Tenía veintisiete años. Era el único hijo varón de una familia judía y acomodada de Praga. Era el empleado silencioso y responsable del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo. Era el amigo despistado, sin noción del tiempo. Era una de las cincuenta personas llamadas Franz Kafka que, en el siglo XIX, vivieron al menos un tiempo en la ciudad bohemia. Aunque no fue uno más. En ese mosaico de textos en loop se advierte ya su capacidad verbal, su dominio de las formas literarias, su renuncia a cualquier folclore urbano y una característica que, a medida que pase el tiempo, lucirá su literatura: un doble movimiento, entre la ironía y la paradoja, cuyas tensiones conviven con una estremecedora lucidez intelectual, a menudo gélida, y una saturación de imágenes extravagantes.
En estos primeros borradores de autobiografía, Kafka apunta con vehemencia a sus padres, a ciertos parientes, a maestros, a escritores, a un inspector escolar, a una cocinera, a transeúntes que "caminaban lentamente", incluso a "algunas chicas de las clases de baile". "Hasta el momento, mis padres y sus secuaces quedaban cubiertos y ensombrecidos por mi reproche; ahora lo echan fácilmente a un lado y sonríen, porque he apartado las manos de ellos, me las he llevado a la frente y pienso: debiera haber sido el pequeño habitante de las ruinas, a la escucha del graznido de los grajos, bajo sus sombras que me sobrevuelan, enfriándome bajo la luna, aunque al principio hubiese sido algo débil bajo el peso de mis buenas cualidades, que necesariamente habrían crecido en mí con la fuerza de las malas hierbas; tostado por el sol, el cual, entre los escombros, me habría iluminado por todas partes en mi lecho de hiedra". Quizá pensara en ese texto la noche del 17 de mayo, recordada en la historia como la noche en que el paso del cometa Halley generó pánico y suicidios en masa por haber sido considerado un anuncio del apocalipsis. En ese contexto, Kafka se obligaba a "salir de su interior" para oír el gemido de un gato perdido, tal vez hambriento. Nada más. Como si del extravío interior, más allá de la psicosis generalizada, solo el llamado de un gato pudiera traerlo de vuelta al mundo. [...]
La originalidad de Kafka reside en que sus textos describen detalles ambientales mínimos, gestos que pasarían inadvertidos a cualquier otra persona. La mayoría de los relatos están compuestos con términos del lenguaje del derecho y de la ciencia, con estructuras de informes, procedimientos y memorias, dándole a sus narraciones una especie de precisión irónica, sin intrusiones de los sentimientos personales del autor. "Informe para la academia", "Un artista del hambre" o "Investigaciones de un perro" son ejemplos de esta construcción y, a la vez, ejemplos de la línea donde Kafka reflexiona, a su modo, sobre la literatura, el arte y la mala educación de la sociedad burguesa. Esa precisión irónica, que es una forma de la distancia, convierte la tragedia del mundo en una comedia de enredos. Eso es, también, El proceso, una de las novelas más desopilantes y angustiantes de todos los tiempos. Podemos decir que logra su perfección en esa singularidad y además contiene, en su interior, una de las piezas más perfectas de Kafka: "Ante la ley". Escrita en el invierno de 1914, esa leyenda, que luego se incluye al final de El proceso, nos sigue dando vueltas, como también le ocurre a Josef K., y nos interpela en su núcleo paradojal.
"La escritura se me niega", le escribirá Kafka a Milena Jesenská en diciembre de 1920, en otra de sus tantas lagunas creativas a pesar de las cuales, sin embargo, nunca deja de producir infinidad de textos, de novelas inacabadas, de cartas y pensamientos. Será para sortear esas lagunas que durante años continúe con la idea de un proyecto de investigaciones autobiográficas. Kafka, lector voraz de biografías y memorias, rastreaba en ellas detalles que revelaran la estructura y el núcleo de una vida entera. Algo único y particular. Como si fuera el dueño de una casa endeble -explicaba Kafka-, pretendía desechar esa construcción y edificar al lado una mucho más segura con los mismos materiales de la anterior.
En uno de los testamentos que le escribió a Max Brod, fechado entre 1919 y 1922, es decir después del diagnóstico de tuberculosis que recibió en 1917, Kafka dice que de todo lo que ha escrito solo valen los libros La condena, El fogonero, La transformación (es decir, La metamorfosis), En la colonia penitenciaria, Un médico rural y la narración "Un artista del hambre". "Cuando digo que estos cinco libros y la narración valen, no quiero decir con ello que desee que sean editados de nuevo y transmitidos a la posteridad, al contrario: que desaparezcan por completo es lo que responde a mi deseo. A nadie le prohíbo, puesto que ahí están, que los consiga si le interesa. Por el contrario, el resto de todo lo que he escrito, sin excepción (en periódicos, en forma de manuscrito o en forma de cartas), debe ser quemado y te pido que lo hagas a la mayor brevedad posible".
No es falsa modestia. A Kafka le resultaba inadmisible lidiar con esas fisuras. Lo que sigue será una de las traiciones más legendarias de la historia: Max Brod fue y rastreó las cartas, los diarios, los cuadernos en octavo y cada uno de los textos de Kafka aparecidos en prensa. No los quemó. Desobedeció la última voluntad de su amigo y asumió el trabajo de publicar a Kafka, de vender a Kafka, de plantar una lectura y armar un paquete de un personaje introvertido, genio místico y autor visionario de un mundo dominado por oscuras, absurdas y anónimas burocracias.
Tal vez Kafka lo supiera: Brod lo traicionaría. De algún modo entendió que ese era el único final posible para su obra maestra: la construcción de su propio enigma. Si fue así, lo de Kafka se trató de una performance descabellada. Podría haber quemado sus papeles él mismo pero no lo hizo. Podría haber dejado de escribir en su diario pero no pudo. Podría haber entregado la "Carta al padre" a su destinatario, pero tampoco lo hizo quizá porque si lo hacía, ese texto, que retoma cierta intención de proyecto autobiográfico, abría un diálogo y derrumbaba la endeble construcción de lo imposible.
Toda memoria es una ficción. Juan José Saer entendió que esa "carta gigante" que escribió Kafka en noviembre de 1919 en una de sus estancias en la pensión Stüdl es un ejemplo más de la "estética de la imposibilidad", para designar de alguna manera la enigmática ambigüedad de Kafka, en quien el destino adverso de la biografía es transfigurado por la lógica férrea del arte. Dice Saer: "La identificación de su vida inacabada (sus relaciones familiares, amorosas, su enfermedad, su muerte) con su obra inacabada (textos inconclusos, impublicados, desmembrados, póstumos) es patente, y esa coincidencia perfecta permite sugerir que, consciente o no, había por encima de ella una voluntad unificadora. La total coherencia de sus fracasos transfigurados en imagen imperecedera por su literatura no es de orden psicológico o biográfico sino estético".