Frans de Waal. Animales y seres humanos, no tan distintos
Primatólogo y etólogo holandés, es el abanderado de la continuidad entre homo sapiens y animales, a quienes ha dedicado décadas de investigación; su cruzada apunta a cambiar la mirada sobre nuestra propia especie
“Cuanto más conozco a los humanos, más quiero a mi perro”. La frase –atribuida con variaciones a Lord Byron tanto como a Charles de Gaulle– puede modificarse por el progresivo conocimiento científico que se va alcanzando sobre los otros seres vivos del planeta: “Cuanto más conozco a los animales más cualidades humanas les encuentro”. Los que trabajan con ellos aseguran que piensan, tienen lenguajes propios, entienden el lenguaje humano, utilizan herramientas, tienen idea del pasado y del futuro, y generan cultura. Desde luego, no todo a la vez, pero a medida que aumenta la cantidad de experimentos y observaciones más difícil se hace concluir en sentido contrario a la continuidad entre animales y seres humanos.
¿Ejemplos? Las ratas se arrepienten de sus decisiones, los cuervos construyen utensilios, los pulpos reconocen caras humanas, para no hablar de las habilidades de monitos varios, que en ciertas pruebas de memoria de trabajoles ganan por mucho a los humanos.
De todos modos, siempre aparece la pregunta de qué es lo que nos diferencia, como en un desesperado ritornello. “Qué animal tan estrambótico somos que la única pregunta que se nos ocurre en relación con nuestro lugar en la naturaleza es: «Espejito, espejito, ¿quién es el más listo de todos?»” El que se queja es uno de los investigadores que lleva la bandera de la (relativa) igualdad entre todos los animales, homo sapiens incluido. Es el primatólogo holandés Frans de Waal, investigador de la Universidad de Emory y director del Living Links Center de Atlanta (Estados Unidos).
Heredero intelectual de Konrad Lorenz y Niko Tinbergen, De Waal (1948) ha estado en contacto con los simios desde 1975, cuando comenzó a observar la colonia de chimpancés más grande del mundo en el zoológico de Arnhem (Holanda), y es el reverso masculino de quien quizás sea la primatóloga –y humanista– más famosa del mundo, Jane Goodall.
Entonces, hace más de cuatro décadas, el joven Frans era un biólogo de pelo largo un poco hippie. Pero las cosas que vio ahí le quitaron todo posible romanticismo animal: vio luchas de poder, alianzas, vio traiciones y maniobras de todo tipo. Al punto tal que su primer libro, titulado La política de los chimpancés, es la aplicación a estos animales de las teorías de Maquiavelo, Hobbes y Nietzsche. La estricta biología se había quedado corta. “El príncipe me proporcionó el marco mental adecuado para interpretar lo que estaba viendo, aunque estoy bastante seguro de que el filósofo florentino nunca vislumbró esta aplicación particular de sus ideas”, escribió.
Más adelante en su carrera, un poco para equilibrar, se enfocó a la exploración de la empatía y la cooperación que, oh sorpresa, también existe –y muchísimo– en el reino animal. A la par de sus observaciones con chimpancés se dedicó a escribir obras de divulgación que lo hicieron famoso y multitraducido, entre las que se destacan El mono que llevamos dentro y El bonobo y los diez mandamientos, donde hace una reflexión acerca de la continuidad en la moral de ese mono (una especie de chimpancé hipersexuado) y el ser humano.
Para justificar lo que para algunos puede ser aberrante (“es evidente que somos los reyes de la creación
naturaleza”), el investigador propone una catarata de datos que impresiona, y reduce así a ínfimas proporciones lo exclusivamente humano. Por ejemplo, en su libro más reciente, ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales? (de la colección Metatemas de Tusquets), señala que los macacos de la isla de Koshima lavan sus batatas antes de comerlas, costumbre que se propagó primero entre los jóvenes y ahora pasa de madres a hijos; que los cuervos y las ovejas pueden reconocer las caras humanas y de sus congéneres; y que el pulpo sabe qué cuidador viene a alimentarlo y cuál a molestarlo, y actúa en consecuencia (el pulpo, vale la pena acotar, es un animal invertebrado).
Muchos de los experimentos son filmados y luego mostrados con singular éxito en las redes sociales. Como el que demuestra que ciertos monos, a los que les gusta comer pepinos, de repente los rechazan cuando ven que otros colegas reciben las mucho más apetitosas uvas. O aquel que muestra que los cuervos pueden ingeniárselas para sacar alimento de una probeta con agua.
Adversarios de ideas
Las batallas del holandés tienen que ver por un lado con los conductistas –que despojan a los animales de toda intención– tanto como con ciertas ramas de las ciencias humanas que aún creen en la existencia de una diferencia cualitativa radical entre el homo sapiens y el resto de los pobres bichos. Para De Waal y compañía –herederos de Darwin en definitiva– la diferencia es cuantitativa, en todo caso. En todo caso.
Bien mirado, el pensamiento animal, su mera posibilidad, es el último reducto que la revolución del darwinismo aún no había terminado de alcanzar. Si, como coinciden los biólogos, hay una continuidad entre las especies, que otros llaman evolución, lo esperable es que existan numerosos procesos psicológicos comunes en cada una de ellas, y no un salto descomunal que nos hizo humanos, demasiado humanos, tocados por la divinidad. Decir lo contrario lleva a la negación de la evolución, sostiene el científico. Y así, casi como de pasada, destierra otro resabio medieval (o incluso premedieval): la idea de que el ser humano es el punto final, la cúspide de la pirámide de los seres vivos. Somos uno más, aunque construyamos cohetes o estemos en condiciones de destruir el planeta lenta o rápidamente.
Los otros rivales intelectuales de De Waal son las ciencias sociales que se aferran a ese salto cualitativo que implicaría la cognición humana, un poco para evitar que la biología ponga sus sucias garras en el coto propio (cosa que posiblemente no haga falta: el ser humano y su cultura son cuestiones suficientemente complejas como para merecer sus propios especialistas con sus propias reglas).
De Waal se ríe de esta actitud un poco infantil. Por momentos, dice, parece que hubiera una especie de obsesión por saber qué nos diferencia, qué nos hace únicos, ahora que sabemos que compartimos más del 98% del genoma con los chimpancés y alrededor del 60% con una modesta gallina. “Siempre estamos buscando la GRAN diferencia, ya sean los pulgares oponibles, la cooperación, el humor, el altruismo puro, el orgasmo, el lenguaje o la anatomía de la laringe”, escribió.
Uno de los puntos clave de la argumentación del holandés tiene que ver con que cada animal está perfectamente adaptado a sus propias necesidades de supervivencia, y que el error está en creer aceptable ver el asunto desde el lado de las necesidades humanas. Para él, cada animal crea su propio mundo cognitivo a partir de la información sensorial que recaba. “La realidad se construye mentalmente a partir de esta información. Esto es lo que hace que el elefante, el murciélago, el delfín, el pulpo o el topo estrellado resulten tan interesantes. Esos animales tienen sentidos que nosotros no poseemos, o los tenemos mucho menos desarrollados, lo que nos impide figurarnos cómo se relacionan con su entorno”. Es absurdo, dice, juzgar en términos humanos cuando estamos en condiciones ya de hacer un esfuerzo para entender cómo piensan en verdad, en términos de mecanismos y condiciones evolutivas.
Pero –era esperable– recibe golpes a la vez que aplausos por sus investigaciones. Un poco se queja: “He perdido la cuenta de las veces que me han tachado de ingenuo, romántico, blandengue, acientífico, antropomórfico, anecdótico o simplemente poco riguroso, por proponer que los primates siguen estrategias políticas, se reconcilian tras peleas, tienen empatía o comprenden su entorno social… pero ninguna de estas afirmaciones me parecía especialmente audaz”, dadas sus experiencias. Y es cierto: aunque firme en sus convicciones, en ¿Tenemos suficiente…? hace esfuerzos para no hacer afirmaciones radicales, que no puedan sostenerse en lo que sí se sabe hoy.
Otro debate –que De Waal no se plantea en su último libro pero sí en entrevistas, como la que se cita más abajo, del Washington Post – tiene que ver con las implicancias morales de conocer más de la inteligencia y cognición animal, y aceptarlas tal como la ciencia las presenta ahora. Sabiendo todo esto (más lo que vendrá), ¿se puede seguir tiranizando a las otras especies? Ésa es la pregunta animal. De Waal cree que no, o que cada vez menos. “Nuestra relación con los animales, poco a poco, cambia. Si tienen cognición compleja y emociones, no se los puede tratar como basura. Que es como hace la agricultura industrial, por ejemplo. Y también es algo que afectará nuestra manera de vernos a nosotros mismos. Dejaremos de vernos como enteramente divorciados de la naturaleza, como un primate cerebral totalmente único. La psicología, la biología y otras disciplinas deberán comenzar a repensar sus premisas”.
Biografía
Frans de Waal nació en los Países Bajos en 1948. Es profesor de comportamiento de los primates en la Universidad de Emory, y director del Living Links Center de Atlanta. Es autor de varios best sellers, entre ellos, El mono que llevamos dentro, La edad de la empatía y El bonobo y los diez mandamientos. En 2007 la revista Time lo incluyó en la lista de las cien personalidades más influyentes del mundo. Su último libro en español es ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales? (Tusquets)