Francisco, un liderazgo diferente
Desde hace unos años, la humanidad es testigo de un fenómeno mundial de manifestaciones multitudinarias de gente que protesta por el vacío de justicia y rectitud que hay en sus dirigentes. Como lo describió Luisa Corradini el domingo, en su nota publicada en el suplemento Enfoques de este diario: "De Turquía a España, de Estados Unidos al mundo árabe, de China a Brasil, la rebelión ciudadana de los que salen a la calle a denunciar corrupción, ceguera de sus clases políticas o reparto injusto de la riqueza atraviesa diferentes geografías, historias y culturas del planeta".
En muchos de los países en los que se desarrollaron estas protestas imperan regímenes democráticos, con gobiernos que observan las leyes, pero falsean la esencia de su contenido. Los dirigentes cumplen con las normas para alcanzar el poder, pero no con el sublime objetivo de servir, mediante ese poder, a la sociedad que los ha elegido. Al analizar este punto siempre azuza nuestras memorias la dramática ironía de la Constitución de Weimar, tan mencionada en los estudios de derecho constitucional, y la asunción del nazismo al poder, acaecida bajo el imperio de su ley.
El clamor de los indignados refiere a la falta de escrúpulos de los que sustentan el poder decisorio de sus respectivas sociedades. Esa carencia es el reflejo de un mundo en el que los valores espirituales fueron trocados por ideas o íconos a los que se les dio una dimensión mesiánica y redentora.
Una criteriosa lectura del Pentateuco, los primeros cinco libros de la Biblia, revela inmediatamente la existencia de cuerpos legales allí inscriptos. Especialmente en los libros de Éxodo, Levítico y Deuteronomio, cabe hallar capítulos enteros dedicados a la enunciación de leyes. Pero, a diferencia de otros códigos, se mecha, entre el enunciado de las leyes, el principio y la esencia éticos que pretenden resguardar. De tal modo, en Levítico 25:36, en medio del texto de leyes referentes a la ayuda que debe brindarse al necesitado y otras para el afianzamiento de la justicia social, se halla el imperativo: "Vivirá tu hermano contigo". En el mismo libro, en 19:18, aparece el versículo "amarás a tu prójimo como a ti mismo", en medio de preceptos éticos tales como no guardar rencor ni odio hacia el prójimo, no desentenderse de éste en su dolor, etc.
Dada la imperfección del idioma usado por los hombres y su limitación para enunciar las leyes sin posibilidad de ambigüedad alguna, el texto bíblico se ocupa de agregar el sentido, el fin último y el espíritu que las leyes pretenden plasmar, a fin de eludir cualquier equívoco o mala interpretación.
Mediante este estilo de formulación de las leyes, la Biblia busca evitar un cumplimiento mecánico o estático de las normas y preceptos, pues la vida es dinámica, y sólo el principio de las leyes se mantiene incólume por siempre.
En el siglo XIII vivió en Gerona el famoso exégeta Rabí Moshé ben Najman, conocido por su apelativo castellanizado de Najmánides. En un famoso comentario a Levítico 19:2, acuña la famosa expresión "ser malvado en el marco de la ley", que, en el lenguaje de nuestro tiempo, se traduce como "hecha la ley, hecha la trampa".
La Biblia ofrece los cristales a través de los que se deben juzgar las acciones de los hombres y las sociedades. La ley es meramente el marco al cual debe atenerse el individuo, pero el análisis de su comportamiento a la luz de los principios éticos debe ser el parámetro último de referencia en la evaluación de su persona.
La distribución equitativa de los bienes, la organización inclusiva de la sociedad son temas ya tratados en el texto del Levítico y en múltiples textos del pasado remoto. La estructuración social para plasmar estos conceptos es materia que inspiró a miles de tratadistas de todos los tiempos. Pero la organización per se no garantiza ni la justicia social ni la digna inclusión de todos los miembros de la sociedad. La panacea no se encuentra en la estructuración de una sociedad democrática con características de tal o cual tonalidad, sino en el espíritu que sabe aunar a todos los miembros de cada sociedad a fin de relacionarse a través de un compromiso ético sublime.
Como bien describe Corradini en su artículo, no hay una posición política clara por parte de los que manifiestan. Los aúna la indignación ante la carencia de pureza en el aire espiritual que respiran, que ahoga su capacidad de vivir una vida en la que el ser supere al poseer. Las meras panaceas propaladas por ideólogos que más saben del manejo de masas que del esfuerzo por redimirlas de sus miserias han perdido su encanto en el seno de muchos pueblos que buscan, desesperadamente, darle trascendencia y dignidad a su existencia.
Muchos de los temas sobre los que polemizaban los maestros de la sociedad cristiana primigenia con los rabinos versaban acerca de la forma en que debe aplicarse la ley para que refleje más fielmente su espíritu y propósito. Más allá de las discrepancias teológicas, el cristianismo primigenio es una lectura interpretativa, paralela a la rabínica, de la misma fuente bíblica en la que su espíritu demanda amar al prójimo como a uno mismo. En este punto coinciden, desde perspectivas distintas, Jesús y el Rabí Akiva, el más grande de los sabios del Talmud (50-135 EC)
El impacto del papa Francisco sobre gran parte de la humanidad puede explicarse entonces si comprendemos que su actuar humilde, desde el que denuesta los íconos de la sociedad de consumo, conforme probablemente la imagen que muchos esperan ver en un líder en general y en un líder espiritual en especial. Se trata de un liderazgo en el que no sólo se respeta la ley, sino en el que, esencialmente, se busca plasmar el ideal que aquella ley propone materializar.
Hoy el mundo se halla polarizado entre dos fundamentalismos. Por un lado, están aquellos que se creen conocedores de una verdad única y absoluta, a partir de la cual santifican rituales e ideologías y satanizan al que no participa de su credo. Por otra parte, se hallan los que consagran el poder y los bienes, y los consideran como las fuerzas omnipotentes que han de resolver todos sus problemas y ansiedades. Ambas actitudes son tristes manifestaciones del paganismo del presente.
El mundo de Francisco, en cambio, se basa en el diálogo -entre la fe y la ciencia, entre la ley y su espíritu-, que busca proyectar entre todos los hombres más allá de sus credos. Es el nuevo mundo que avizoraron los profetas de Israel, en el que "pueblo contra pueblo no alza espada" (Isaías 2:4), en el que "hombro con hombro se sirve al Señor" y donde un nuevo y claro léxico sabe aunar a todos los humanos (Sofonías 3:9). Un sueño milenario, por el que Francisco brinda lo mejor de sí para tan siquiera recrearlo en el seno de lo humano.
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