Francisco, dispuesto a arriesgar todo en sus visitas a las tierras musulmanas
La trepidante ofensiva diplomática y pastoral que está desplegando el papa Francisco sobre el mundo musulmán (dos viajes en lo que va de un año que recién comienza) admite lecturas tanto teológicas como geopolíticas. Claro que en ambos campos ha suscitado una nueva perplejidad en los ambientes que lo miran con el ceño fruncido, tanto dentro como fuera de la Iglesia católica . No es para menos, porque el islamismo ha sustituido al fantasma del comunismo como el nuevo cuco en el imaginario de los cristianos y sin duda constituye la peor pesadilla para muchos judíos.
En los momentos calientes en que crece el rictus crispado del fundamentalismo, y mientras el flujo migratorio suscita oscuras xenofobias largo tiempo acalladas, es cuando el Papa extiende su mano abierta y su sonrisa franca. Algo difícil de entender para quien sufre los temores de esa doble tenaza. Para la política parece una paradoja, pero la dinámica encuentra cierta lógica si se la contempla a la luz de la fe del protagonista, aunque resulte ininteligible para el resto.
Los nacionalismos en auge que se incubaron al calor del flujo migratorio y la inseguridad, creen que Francisco —ese Papa sospechado de doctrina dudosa— o es un ingenuo o ha claudicado de los valores occidentales tradicionales. Sea por una causa o por lo otra, lo cierto es que cada día disimulan menos su preocupación y están al borde de un ataque de nervios.
No ha sido el único pontífice tachado de islamizante en la bimilenaria historia de la Iglesia. Al despuntar el segundo milenio, Silvestre II fue acusado de hacer un pacto con el diablo por promover los conocimientos científicos del mundo musulmán, incluido el sistema de números decimales, llamados precisamente arábigos.
Lo cierto es que Francisco se perfila como el primer líder mundial, ganando adhesiones en todas partes de manera correlativa a la disminución de su crédito… dentro de su propia casa. Tamaña desconfianza resulta justificada en tanto que el Papa ha abandonado el esquema de la "civilización occidental y cristiana" y está lejos de considerarse el "Patriarca de Occidente". Más de un admirador de Josef Ratzinger pegará un respingo al saber que ya Benedicto XVI había rechazado ese título tradicional de los pontífices romanos en el comienzo de su pontificado.
En este sentido se puede advertir que la Iglesia asume su carácter de católica (palabra que en el lenguaje teológico la identifica como universal), en tanto su propia naturaleza le exige que nada debe atarla a ninguna cultura. Se encarna, pero no se resume en ellas. Mucho más todavía cuando la civilización occidental y cristiana es cada vez menos occidental al ritmo de la avasallante globalización, pero sobre todo cuando cada vez es menos cristiana.
Una limitada visión de la fe quiso entender a la cristiandad en los estrechos límites de una determinada formal cultural, pero Francisco mira las cosas desde otro lugar, suscitando nuevos desconciertos. El viaje a Marruecos de este fin de semana, como su anterior a los Emiratos Árabes Unidos a principios de febrero, atiende a recuperar una simetría respecto del pueblo judío en el horizonte interreligioso, pero, antes que nada, a sufragar las necesidades de los propios cristianos que en él conviven precariamente en un clima bastantes veces inhóspito.
En el mundo musulmán se observa con interés este nuevo viento que sopla desde las colinas romanas. El papa los acoge con la hospitalidad de un hermano, denunciando que los extremismos no son intrínsecos al Islam. Ellos abrevan de los mismos postulados y tienen parámetros idénticos a los de los totalitarismos materialistas. El Profeta del Islam enfatizó en sus dichos: "No hay lugar para los extremistas".
No es tampoco un dato menor que la religiosidad es más viva en el pueblo musulmán que en las descristianizadas naciones occidentales. La concepción acerca de la santidad de la familia está más cerca del cristianismo en el Islam que en cualquier otra legislación europea o americana, hoy trasegadas por la ideología del género.
El nuevo viaje a Marruecos sigue la estela del primero que un pontífice romano, Juan Pablo II, hiciera ya hace 34 años a un país de la media luna. Lo más recordado de esa, hoy un tanto lejana, visita es el discurso pronunciado por el papa Wojtyla ante diez mil jóvenes musulmanes en Casablanca (1985), algo absolutamente infrecuente en toda la histórica relación entre ambas religiones.
Juan Pablo II, quien había escrito cinco años antes una encíclica titulada "Rico en misericordia", se presentó ante ellos como creyente en un Dios de la misericordia. La invocación propiamente islámica a Dios es la de clemente y misericordioso. Una de las cualidades más recurridas por Francisco para identificar el espíritu cristiano es la misericordia, en tanto ella es un atributo divino mediante el cual se perdonan todos los pecados de las personas que se reconocen en esa condición.
Aunque el énfasis acaso radical del Papa suena semiherético en los escandalizados oídos de algunas sensibilidades amantes de la ley y el orden (mostrando al mismo tiempo cómo los hombres pueden deformar las enseñanzas de las escrituras sagradas), un reconocimiento honesto de las cosas no puede sino concluir que, del Evangelio para acá, los acentos que -con sus más y sus menos- está exhibiendo el Papa Francisco, se conforman bastante bien a la ortodoxia de la fe.
Sea como sea, los ciudadanos musulmanes exigen no ser discriminados por su identidad y los cristianos reclaman condiciones de reciprocidad para el ejercicio de su religión, del mismo modo que ellos las otorgan a los inmigrantes seguidores del Profeta. Las mezquitas erigidas en la geografía europea y americana dan buena prueba de ello. En ese sentido, las nuevas incursiones afroasiáticas de Francisco apuestan a un futuro que aparece todavía como un horizonte lejano. Él parece dispuesto a arriesgar todo lo que haga falta para hacerlo posible.
Elía es Director de Cultura del Centro Islámico de la República Argentina.
Bosca es Director del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios.
Ricardo Elía y Roberto Bosca