Francisco ante la corrupción estructural
Consciente de que no se pueden denunciar delitos en la sociedad si no se lucha contra éstos en la propia comunidad, el Papa ha dado muestras de su determinación para poner fin a complicidades que ofenden a Dios y lastiman a los más débiles
La decisión del arzobispo de Mercedes-Luján de formar una comisión canónica para investigar lo sucedido en General Rodríguez muestra la envergadura del caso y replantea la cuestión sobre la posición de la Iglesia ante la corrupción estructural. Cabe la pregunta: ¿qué dice y qué hace Francisco contra la corrupción? Aquí sólo señalo algunos dichos y hechos.
En junio de 1996 recibí una carta y un libro de Jorge Mario Bergoglio. Él había leído mi ensayo “La corrupción como pecado social” publicado en la obra Argentina: tiempo de cambios. Ese estudio fue reeditado en 2008 por las semejanzas que yo notaba entre las dos décadas. Junto con sus comentarios, Bergoglio me envió un texto suyo titulado Corrupción y pecado, escrito en 1991, luego editado como libro en 2005. Allí presenta la descomposición del “estado de corrupción” como una situación en la cual una persona o una sociedad se acostumbra a vivir. El texto distingue entre pecado y corrupción, traza un agudo perfil psicológico y moral de quien va corrompiéndose y desenmascara al que piensa que “el que no afana es un gil,” pero al ser descubierto pone cara de “yo no fui”, cual experto en cosmetología social. Discierne el corazón de quien parece un “sepulcro blanqueado” y ensucia a otros porque la corrupción es proselitista. Analiza corrupciones y corruptelas de la vida religiosa. Algunas de estas ideas reaparecen en las homilías de los tedeums que pronunció siendo arzobispo de Buenos Aires y recopiladas en el libro La patria es un don” y en los discursos que, ya como papa, dio en países de la región, reunidos en el volumen Francisco en América Latina.
Desde 2013 Francisco limpia su casa. Se conocen sus esfuerzos por sanear el Instituto para las Obras de Religión (IOR). En la Iglesia todavía resuena su discurso acerca de los quince males curiales dirigido a la curia romana en diciembre de 2014. Hace semanas publicó un motu proprio sobre el ordenamiento económico de la Santa Sede. Con él y su predecesor, bastantes obispos debieron dejar sus diócesis por hechos oscuros. Se divulgó el caso de un prelado alemán. En la Argentina debieron irse dos obispos y otro en Paraguay. Porque no se podría hablar de la corrupción en la sociedad si no se luchara contra ese fenómeno en la propia comunidad.
Soy ciudadano argentino y sacerdote católico. Siento pena y vergüenza por hechos conocidos en nuestro país y los asumo con una actitud penitente porque todos somos pecadores y pedimos perdón. Pero rechazo cualquier complicidad corporativa con corruptos. Hubo instituciones eclesiales que recibieron plata manchada con sangre por parte de dictaduras y mafias. En febrero el Papa lo volvió a denunciar ante el episcopado mexicano. Hubo obispos, sacerdotes y religiosos privilegiados por el menemismo y otros, por el kirchnerismo. Si los “curas” tomamos plata sucia, violamos leyes morales y penales, robamos a los pobres, nos burlamos de los honestos, desfiguramos el rostro de Cristo, herimos la confianza en la Iglesia. En un comunicado reciente, la Comisión Ejecutiva del Episcopado argentino rechazó cualquier acto de corrupción público o privado, “de manera particular los que involucren a miembros de la Iglesia que, por su misión y servicio, debieran ser testigos íntegros del Evangelio que predicamos”. Duele ver que hechos cometidos por algunos amigos del poder y el dinero afecten la credibilidad de todos nosotros.
El Papa anima a cambiar las estructuras sociales corruptas. Así hizo en 2014 ante políticos italianos. En la bula de convocatoria al Año de la Misericordia, escribió: “La violencia usada para amasar fortunas manchadas de sangre no convierte a nadie en poderoso ni en inmortal. Que el llamado a la conversión llegue también a todas las personas promotoras o cómplices de corrupción. Esta llaga putrefacta en la casa común de la sociedad es un grave pecado que grita hacia el cielo, pues mina desde sus fundamentos la vida personal y social. La corrupción es una obstinación en el pecado que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero como forma de poder”.
El 3 de junio, en la cumbre de jueces y fiscales contra la trata de personas y el crimen organizado, el obispo de Roma volvió a denunciar las nuevas esclavitudes como crímenes de lesa humanidad. En su discurso llama a los magistrados a ser libres de las presiones de los gobiernos, las instituciones privadas y el crimen organizado. Alienta a los honestos, cuestiona a los que prestan protección a los corruptos e interpela: “Sin esta libertad, el Poder Judicial de una nación se corrompe y siembra corrupción. Todos conocemos la caricatura de la justicia, para estos casos. La justicia con los ojos vendados a la cual se le va cayendo la venda y ésta le tapa la boca”.
Francisco llama estructuras de pecado a esas telarañas de corrupciones. Emplea una frase nacida en la Iglesia latinoamericana para designar la injusticia. En el ensayo que publiqué hace veinte años analizo la corrupción como un pecado social. Es un gravísimo crimen ético con enormes consecuencias políticas y económicas porque roba, miente y mata, en especial a los más vulnerables. Se dio en negociados de todas las épocas, en privatizaciones dadas al amparo del neoliberalismo y en estatizaciones hechas al calor del neopopulismo. Hubo funcionarios y empresarios que bailaron el tango de la corrupción e intelectuales que quisieron tapar el sol con las manos.
En 2012 la tragedia ferroviaria de Once desnudó el nexo causal entre la corrupción y la muerte. El sistema de subsidios desvió fondos para el enriquecimiento ilícito de funcionarios, empresarios y sindicalistas. Al cumplirse su primer mes, junto a las familias de las víctimas, Bergoglio se refirió a los responsables irresponsables y llamó a reclamar justicia. En varios países, Francisco denunció las idolatrías del dinero y el poder que sacrifican vidas y esperanzas. En 2015 denunció el peligro de narco-Estado en la Argentina cuando se hablaba sólo de un país de tránsito.
Muchas situaciones antiguas son pecados estructurales: avaricia económica, soberbia política, mentira sistemática, egoísmo sectorial, desigualdad sistémica, discriminación racial, crimen organizado, administración fraudulenta, fraude impositivo. También realidades agravadas en los últimos años: exclusión estructural, violencia familiar o escolar, esclavitud sexual o laboral; abuso ambiental, manipulación informativa, impunidad penal. Si el sustantivo condensa un desequilibrio moral, el adjetivo señala su estructuración social. Con el término pecado se advierte la infinita gravedad de la corrupción porque aquél designa un acto o una situación que ofende el amor de Dios en los seres humanos o se opone a su voluntad en leyes morales universales. No matar, no robar, no mentir. O sea, cultivar la vida, la justicia y la verdad. La corrupción daña por acciones de personas libres mediadas por lazos estructurales, como las redes de la criminalidad financiera, política y social que sustentan el narcotráfico, la trata, la guerra y el terrorismo.
En su documento “El Bicentenario”, los obispos argentinos dicen que la corrupción no es sólo un problema personal que atañe al corrupto, sino que alcanza a toda la sociedad. Este signo del tiempo nos desafía a sanear todas las instituciones –también los credos e iglesias– y formar un gran consenso plural para promover una ética social justa y solidaria. Si la corrupción daña la vida común, entonces la equidad y la transparencia hacen a la salud del cuerpo social. Ésta reclama responsabilidad de los ciudadanos, honesto servicio de los gobernantes, valores sociales compartidos, reglas públicas claras, organismos eficaces de control, magistrados que hagan justicia.
Profesor ordinario en la Facultad de Teología de la UCA y miembro de la Comisión Teológica Internacional