Francia, entre el suelo y la sangre
PARÍS
El susto pasó, pero la tristeza queda. En las recientes elecciones regionales, los dos partidos tradicionales de Francia, el socialista y el ahora llamado Les Républicains, léase el de Sarkozy, han vuelto a arreglárselas para impedir el triunfo del Front National. Arreglos, componendas, algunos socialistas que retiran su candidatura para que sus electores voten a la derecha sarkoziana -tal como años atrás, movidos por el mismo temor, lo hicieron con Chirac-, otros que no la retiran, pero que por milagro ganan, en fin: no me pregunten cómo, la cosa es que la derecha extrema sigue representando su papel de viejo de la bolsa, pero sin tomar por el momento las riendas de ninguna región. Lo cual no significa que haya perdido: al miedo que suscita se le agrega la amarga comprobación de que esos dos partidos tradicionales cazan votos esgrimiendo argumentos made in Le Pen. Que lo haga Sarkozy ya es pan comido, pero que lo haga Hollande nos deja con esa fea impresión de haber sido zonzos que los políticos suelen provocar.
Como si el estado de emergencia posterior a los atentados de París, para algunos comprensible y para otros excesivo, no fuera suficiente, al presidente francés se le ha ocurrido una idea que hunde sus raíces en la Francia del mariscal Pétain: la privación de la nacionalidad para los binacionales nacidos en Francia que hayan cometido ataques contra su país natal. Pétain lo había hecho con los judíos franceses. Los convirtió en apátridas, detalle que facilitaba su deportación a los campos nazis. La diferencia consiste en que a los pibes de cerebro lavado y nacionalidad franco-argelina o franco-camerunesa que hayan resuelto matar y morir para alcanzar el paraíso, lo último que les importa en el mundo es su pasaporte francés. Inútil en los hechos, la privación de la condición de franceses es sólo un símbolo, insoportable para algunos y, cosa que nos aumenta la tristeza, perfectamente atinado para la mayoría: si buena parte de los socialistas se pronuncia en contra, argumentando que esa ley implicaría agrandar el abismo entre franceses "de verdad" por un lado, y "de pega" por otro, casi un 90% de la población se declara a favor. ¿Francia quedaría dividida en dos, auténticos y truchos? ¿Un francés llamado Dupont que pusiera una bomba en el Palacio del Elíseo seguiría siendo francés, mientras que si lo hiciera otro francés llamado Hussein terminaría privado de patria? El problema, para esa inmensa proporción, ni se plantea, y el presidente, puesta la mente en las elecciones de 2017, lo sabe y lo practica.
De todos modos, la perspectiva no es tan escandalosa como podría serlo entre nosotros. En la Argentina rige la ley de suelo, que convierte en argentino al nacido a bordo de un avión de dicha procedencia, mientras que en Francia rige una mezcla rara de ley de suelo con ley de sangre. Doy fe: mis dos nietas nacidas en Francia de padres extranjeros fueron apátridas durante un tiempo. La nacionalidad francesa no es automática: se pide y se otorga cumplidos los 18 años, a condición de haber vivido en Francia durante los cinco años previos a la solicitud. Como las chicas habían vivido en Buenos Aires, a su regreso a Francia se encontraron sin patria. Fue entonces cuando la Argentina, de buena, nomás, porque según la ley de suelo no le correspondía en absoluto, las tomó bajo su ala y las decretó argentinas, gracias a lo cual obtuvieron una tarjeta de residencia francesa donde podía leerse negro sobre blanco: "Nacida en Francia, nacionalidad indeterminada".
Resulta interesante y alentador observar las reacciones dentro del PS francés. Hollande sacó a relucir su propuesta, o más bien su decisión, el día de Navidad. Antes había dicho y repetido que eso jamás, pero cambió de idea. Cosas que suceden. Ahora bien, por inesperado que haya sido el regalito, ningún socialista quiere dejar a su presidente mal parado, cosa que frente al peligro Le Pen nada cuesta comprender. Pero como penalizar a un francés de nacimiento debido a su doble nacionalidad, por malvado que éste sea, hiere las convicciones de quienes creen sinceramente en los valores universales, las más variadas propuestas surgen en estos días como hongos bajo la lluvia. ¿El objetivo? Atenuar la sensación de que, en el fondo, el criminal binacional no es ni ha sido nunca parte integrante de la nación, sensación o percepción que agrega agua para el molino de los integristas cuyo caballito de batalla es, sin ir más lejos, la humillación y el consiguiente sentimiento de no pertenencia de ese hijo o nieto de inmigrantes. La primera de estas propuestas, promovida por Anne Hidalgo, intendente de París y española de nacimiento: que no se hable de "privación de la nacionalidad", sino de "indignidad nacional". Y la segunda, que esa privación se extienda a cualquier criminal que atente contra el Estado, sea binacional o no. El nuevo eslogan sería "privación para todos", reminiscencia del "casamiento para todos" promulgado por Hollande al comienzo de su mandato, allá lejos y hace tiempo.
Matices, bizantinismos bienintencionados que esconden apenas el dolor de ya no ser, como dice el tango. Lo cierto es que la mera existencia de esta propuesta de ley -aunque al final, por uno de esos avatares del destino, termine en agua de borrajas- revela hasta qué punto el pulpo de la extrema derecha se va extendiendo, lento aunque no seguro porque ni la desgracia lo es, pero posible. Uno sus insidiosos tentáculos intenta deshacer el lazo entre la nacionalidad y el suelo, para vincularla exclusivamente con la sangre y convertir el país en un Estado étnico. Y es verdad que si frente a la "invasión" de los refugiados que pelean por su única posesión, la vida, los países del Este persisten en proclamar su pertenencia exclusiva a la raza blanca, el sueño de la Comunidad Europea se habrá desbarrancado como lo quiere Marine.
Mala idea, francamente, la de pescar en aguas turbias teniendo en la mira las reacciones viscerales de un pueblo amedrentado con entera razón, dispuesto a agarrarse de una supuesta identidad racial a falta de otra cosa, justo cuando lo único que cabe sería oponerles aquellos buenos y viejos Principios del Siglo de las Luces (tengo ganas de ponerlo con mayúscula y lo pongo), por opacados y manoseados que parezcan estar. ¿Acaso entre ambos fundamentalismos nos queda mejor opción?
Escritora; su última novela es La más agraciada
lanacionar