Fran Lebowitz tiene razón en esto
No tiene celular. No tiene computadora. No "está" en redes sociales. Es una gran escritora que ya no escribe. Solo lee. Y conversa. Quizá la obra maestra de Fran Lebowitz sea ya no Exterior Signs of Wealth, esa mítica novela que pule y lustra desde hace décadas en un silencio reverencial sólo reservado en la cultura norteamericana para las obras perdidas de Salinger, sino "Fran Lebowitz", I-Ching de disquisiciones acerca de todo: el olor en el subte, la política, la asignación democrática del talento, los deportes, los vaivenes del mercado inmobiliario, manejar un taxi, la naturaleza del placer; ella misma: "mi ira proviene del hecho de que carezco de poder, pero estoy llena de opiniones".
Lebowitz (Morristown, Nueva Jersey, 1950) dicta sentencia con un ademán y una mínima sonrisa acomodándose los lentes que parece subrayar el guiño implícito: "Sabés que tengo razón en esto". Podríamos definir su actual ocupación como "conversacionalista", alguien capaz de elevar un diálogo al estatus de arte efímero, capaz de encantar al público con sus one-liners y raptos de ingenio salpicados de ocasional malevolencia ("¿que cómo se hace para desarrollar el sentido del humor? igual que se desarrolla la altura"), de modo de que el invitado nunca se de cuenta que dicha conversación fluye en una única dirección: desde ella hacia la posteridad. Su capacidad para improvisar un ensayo en vivo sobre cualquier tema bajo el sol está asentado sobre su carrera como columnista de la célebre revista Interview de Andy Warhol y los ensayos recopilados en sus dos únicos libros, Breve manual de urbanidad (1981) y Vida metropolitana (1978), difícilmente conseguibles y peor traducidos en castellano.
Hubo un momento en los que decir "Fran Lebowitz" –como decir "Joan Didion", "Nora Ephron" o "Dorothy Parker"– era un santo y seña para reconocer ante uno a alguien más cuyo secreto deseo en la vida era acampar frente a las puertas de un club que nunca recibirá nuevos integrantes. Y quizá haya llegado el momento en el que esas dos palabras recobrarán el lustre que perdieron para todos, salvo los jóvenes impresionables que seguimos siendo.
Porque, si hay algo sobre lo que Fran Lebowitz tiene opiniones, es sobre Nueva York. Después de ver los siete episodios de Supongamos que Nueva York es una ciudad, la serie documental de siete episodios ya disponible en Netflix, sabrán que Nueva York es bastante más que eso. Martin Scorsese, su amigo hace décadas –ninguno de los dos parece recordar cuando se conocieron, salvo que, inevitablemente, fue en una fiesta en los años 70– sabe cómo filmar a Lebowitz recorriendo las calles de Nueva York con un gesto adusto, el ocasional insulto hacia el ciclista millenial y el apuro de llegar quién sabe a dónde. Es, en esencia, la versión definitiva de un encuentro previo y más breve entre ambos, Public Speaking, que filmaron para HBO, compuesto por una de las decenas de conversaciones de Lebowitz con un público que la adora y le tira voleas conceptuales para que ella las devuelva con un floreo.
Aquí, más allá de sus intercambios con la audiencia –es una performer, sin dudas– Lebowitz vuelca en momentos de introspección sus poderes de razonamiento hacia ella misma: "Voy a muchas fiestas; Marty no va a demasiadas. Esa es la razón por la que Marty ha hecho un montón de películas y yo no escribí muchos libros", reflexiona. Marty, claro, se ríe. Sabe que tiene razón. En los únicos momentos en los que se la ve introspectiva es ante artistas con mayúsculas (Edith Wharton, Charles Mingus, Duke Ellington, Alexander Calder, Toni Morrison) o leyendo ante las bibliotecas que albergan sus 10.000 libros.
Y acaso no haya mejor momento que éste para verse transportada a las calles de Nueva York caminando al lado de alguien que sabe de lo que habla mientras Scorsese se ríe.