Formas propias: mirarse en el espejo
La cabeza de Matías Fernández Burzaco aparece a la derecha en la pantalla partida de una entrevista que le hacen por Instagram desde el área de cultura de la Comuna 7. Lo sobrevuela la tapa de su primer libro, Formas propias (Tusquets). Al cabo de una hora de charla, el joven escritor y rapero habrá dejado dos invitaciones. La primera, formulada de manera clara y directa, conduce a YouTube para ver su nuevo videoclip, “Los nenes me odian”: un registro con cámara oculta de la reacción que los chicos de la plaza de Flores tienen cuando lo ven. La segunda queda flotando en el aire: cuando dice que “todos tenemos formas propias” alguien más puede sentir la curiosidad o la necesidad de ir a mirarse, literal o metafóricamente, en el espejo.
Él lo hizo: un día le pidió a un amigo que lo llevara a la sala de danza donde su mamá da clases, en la parte de adelante de su casa, y, por primera vez a los 20 años vio como si no conociera a ese reflejo del tamaño de un niño de seis: “¿En serio sos vos?” Impulsado por un profesor de la escuela de periodismo, se decidió a investigar la rara enfermedad que lo habita –la fibromatosis hialina juvenil o una descontrolada invasión de piel, por dentro y por fuera– para escribir un relato del que es autor y protagonista, y en el que cuenta cómo se vive en un “cuerpo en guerra”. Un dream team de escritores –Leila Sucari, Josefina Licitra, Leila Guerriero, Juan Sklar– más que señalarle el camino de las crónicas del yo, lo acompañó con sus sabidurías; él fue en su silla de ruedas a motor y avanzó (agregaría que con mucha valentía, si no fuera porque le rehúye al traje de superhéroe).
Poético y feroz, Matías –que ya tiene 23– explica mejor que cualquier paper médico que lo suyo no tiene cura ni mejora, que hay sesenta y cinco casos así en todo el mundo y dos en la Argentina: el suyo y el de Mayra, a quien conoció. Transmite cómo se sienten los nódulos internos, que le “trituran las articulaciones”, y los bultos de afuera, “feos, blandos y esponjosos”. Por ejemplo, pone al comienzo: “Parezco un hombre derretido”. Y hacia el final: “mi oreja parece un meteorito que acaba de chocar contra la superficie terrestre”. En el medio, una incalculable cantidad de descripciones le permiten crear el personaje monstruoso que sale a la calle y asusta, un personaje que crudamente es él.
No hay autoconmiseración. Su texto es descarnado, se lee con urgencia. ¿Con morbo? A veces valiéndose del humor negro, cuenta qué le pasa a la mañana cuando se despierta como si lo arrancaran de un susto y le sacan la máscara del respirador, por qué no puede cerrar la boca, cómo come o va al baño, si hace cucharita con un amigo, cuándo tuvo su primera experiencia sexual. Hay a su alrededor una galería de afectos todo terreno. Una madre “que es un caño”, un par de mellizos dos años más grandes y un hermano más chico, hijo de otra pareja de su papá, que lo lleva y lo trae; está la barra entrañable de amigos con los que va al chino, a la plaza o sale a fumar; está su acompañante, que parece un incondicional; la kinesióloga, sus médicos que gozan de una virtud divina: la honestidad. Al principio, cuando se embarcó en la investigación para Formas propias y volvió a visitar a su pediatra y otros especialistas para entrevistarlos, Troti –su alias rapero– se preguntaba si sus brazos podrían estirarse, ser más largos, para tocar y abrazar a alguien. Hoy dice que son más cortos de lo que le gustaría para tener independencia y que haber escrito este libro lo hace sentirse más seguro.
“Estoy en un cuerpo difícil, tengo escaras, agujeros, cicatrices; un cuerpo con una paleta de colores, un cuerpo bastante mal, que a veces la pasa bien”. Sigo escuchando la entrevista. Le gustaría que se valore la acción, la creatividad y la cabeza de una persona más allá de la discapacidad. “Que nos dejen de ver como ejemplos, como angelitos”. En la plaza del barrio a los angelitos los vandalizaron; salen en el video de su canción, llorando lágrimas negras.