Formas de ser feliz en Boedo
La descripción del barrio en el que vivimos puede ser un ejercicio difícil, pero la tarea se facilita si se buscan los momentos y lugares de este terruño en los que somos o fuimos dichosos
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Posiblemente esté revelando un secreto arcaico, o quizás esté diciendo una verdad de perogrullo: en ocasiones, los periodistas podemos escribir como expertos acerca de un tema que poco tiempo antes desconocíamos casi por completo. Pero también puede ocurrir lo contrario. Estamos tan empapados en los pormenores de alguna historia que, cuando queremos contarla, no sabemos ni por dónde arrancar. Es lo que me ocurrió hace unos días cuando le quise contar a un amigo que no vive en Buenos Aires cómo es Boedo, el barrio que me adoptó y en el que tengo la fortuna de vivir desde el año 2007, cuando me mudé aquí desde mi La Plata natal.
¿Qué decir de Boedo que no se haya dicho? Es el único barrio de la ciudad que lleva el nombre de una de sus avenidas. Dato informativo menor. Es una barriada del sur porteño, tradicionalmente relacionada con la bohemia, los anarquistas en tiempos revueltos, los intelectuales y artistas –allí surgió el grupo Boedo-, el club San Lorenzo, y por supuesto, el tango, una pasión compadrita y maleva de la zona, marcada con el sello indeleble que dejaron los versos de Homero Manzi en la esquina de San Juan y Boedo antigua. Y todo el cielo…
Esa sería una descripción básica de esta porción de la cuadrícula urbana de Buenos Aires, pero se me hace que cada quién tiene su propio Boedo. Y al mío prefiero relacionarlo con los puntos de este terruño metropolitano donde encuentro momentos de felicidad. Una dicha simple, sin estridencias, pero entrañable… bien de barrio.
Así, por ejemplo, me pone de buen humor caminar por la avenida Boedo, en el tramo que va entre San Juan e Independencia, los sábados al mediodía. No lo puedo explicar, pero hay algo mágico en el aire en ese momento de la semana. Los cafés, los negocios, los artesanos en la vereda (hasta un señor que hace y vende baleros), la gente que pasea, alguien que canta en algún bar. Todo y todos parecen tener una luz propia. Esto no es un folleto para vender nada, pero vayan para Boedo un sábado a la hora del almuerzo. Quizás descubran eso que a mí se me escapa, que es dónde reside su encanto.
La otra cosa que me hace bien del barrio es buscar algún libro en un local de usados ubicado donde culmina Humberto Primo, en la intersección con Boedo. Tanto en los cajones puestos en el frente de la diminuta esquina como en los estantes interiores, siempre se puede encontrar alguna joya literaria perdida. O no tan joya. Hace unos años, en uno de los contenedores de volúmenes para revisar había dos carteles que buscaban separar claramente la paja del trigo. Uno de ellos decía “Literatura”. El otro, “Best sellers”.
Otras cuestiones identitarias de esta barriada no me convocan tanto. No bailo tango, aunque me encanta su poesía, y no tengo nada que ver con el Ciclón, ya que soy Pincha de alma desde le cuna. Pero lo que sí me moviliza es un ícono del barrio: el café Margot. En la esquina de Boedo y San Ignacio, este bar notable encierra toda la bohemia de la zona. Mobiliario de madera, paredes tachonadas de avisos antiguos y un ambiente sereno que se presta a la plática, la lectura y la reflexión. Un bodegón amable. Y con historia. Por ese lugar pasaron personalidades como Raúl González Tuñón, Ringo Bonavena, Alfredo Palacios o Mario Vargas Llosa.
Pero, ¿la verdad? Nada de eso me importa tanto. Porque Margot es para mí el lugar de los encuentros más dulces, que son los que se producen entre mi hija Lucía y su abuelo Héctor, más porteño que el Obelisco y a la sazón, mi suegro. Desde que ella era muy chiquita (hoy tiene 12) que se juntan ambos una o dos veces por semana en esa esquina boedense a comer medialunas rellenas con jamón y queso, tomar café con leche y charlar de sus cosas. En general, yo solo la llevo y la voy a buscar. Pero cuando la veo con el abuelo siento esa alquimia inexplicable en la que la felicidad de tu hija se convierte en la tuya propia.
En fin. Todo esto y mucho más forma parte de mi Boedo preferido, el que me hace feliz.