Pintura de flores, vanidad de vanidades
El tema cautiva a los artistas desde fines de la Edad Media; a pesar de su aparente sencillez, evoca la vida, la muerte y un profundo sentido místico
Existe la falsa creencia de que la pintura de flores es fácil de entender, y que se limita a la simple contemplación de la belleza o la destreza técnica. Sin embargo, se desarrolló como género autónomo a fines de la Edad Media, con un sentido profundo. En sus orígenes se relacionó con la simbología cristiana, y el lirio se consagró como preferido debido a su vinculación con la virginidad de María. Casi al mismo tiempo, las flores integraban un repertorio de símbolos de la brevedad, al igual que la vela que se consume, el reflejo fugaz en el espejo, el reloj de arena, la calavera y otros tantos que recuerdan la advertencia del libro sapiencial del Eclesiastés: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad".
Desde entonces hasta hoy, la pintura de flores siguió cautivando a los artistas. Desde los lirios y los girasoles de Vincent Van Gogh hasta el icónico terrorista del grafitero Banksy, que arroja un ramo de flores en vez de una bomba. La pintora de flores por excelencia es la estadounidense Georgia O'Keeffe (1887-1986), que se acerca a ellas hasta convertirlas en formas abstractas, ambiguas y cargadas de sensualidad. La Tate Modern de Londres expuso el año pasado unas cien pinturas de esta pionera del arte moderno.
En el otro extremo está el alemán Karl Blossfeldt (1865-1932), quien publicó dos colecciones de fotografías -Las formas originales del arte (1928) y El jardín maravilloso de la naturaleza (1932)-; en sus obras, las especies vegetales en blanco y negro son netas y sin ambigüedades, semejantes a herrerías art nouveau.
El inglés Glenn Brown (1966) cita constantemente a los grandes maestros de la pintura. En Arquitectura y moralidad (2004), que pertenece a la colección del Centro Pompidou, unos crisantemos mustios emergen de la camisa de un hombre como si fueran su cabeza. Salvador Dalí había usado esa fórmula en Necrophiliac Springtime (1936), con una mujer con cabeza de flores parada junto a un ciprés.
En el arte argentino también abundan los ejemplos, como el bouquet oscuro y matérico del joven Carlos Cima que se puede ver entre las obras finalistas del Premio Banco Central 2016, o las cerámicas de la consagrada Marcia Schvartz que integraron su reciente muestra individual en Colección Fortabat.
Rómulo Macciò
Buenos Aires, 1931-2016
En la galería Vasari se exhiben hasta el viernes algunas de sus pinturas de 2015, en su mayor parte inspiradas en el mundo floral. Se destaca una tela de más de 2 x 2 metros, con un ramo de doce calas que parecen salir de un continente de hojas y resaltan sobre un fondo ocre; el tema se resuelve con una paleta reducida de verde, blanco, amarillo y negro. Las demás obras son flores acompañadas por otros motivos: una orquídea junto a un cuenco que humea; una rosa (o semejante) semioculta por un rectángulo negro, y otra rosa aferrada a un poste sobre un fondo con acentos de lluvia. Las calas de Macciò recuerdan los alcatraces (así se llaman en México) de Diego Rivera. Este artista prefería acompañar las flores con presencia humana, desde una humilde vendedora de un mercado indígena hasta el opulento retrato de la coleccionista Natasha Gelman, enjoyada y con un vestido blanco que imita la corola de la flor.
Martín La Rosa
Buenos Aires, 1972
En un relato de sabiduría budista se cuenta que, para decidir quién iba a ser el nuevo guardián del monasterio, el maestro colocó un exquisita rosa amarilla en un fino jarrón de porcelana y dijo: "He aquí el problema, quien lo resuelva asumirá el honorable puesto". Cavilaban los monjes, debatían internamente cuál sería el enigma: si la armonía, si las tentaciones, si la brevedad de la belleza... Hasta que uno de ellos se levantó con una espada y de un golpe destruyó "el problema". Éste fue honrado como guardián. Un clima de belleza budista abruma en las Flores encontradas, serie que La Rosa expuso a fin del año pasado en la galería Praxis de Nueva York. Pequeñas flores descansan sobre vasos transparentes o recipientes simples, ubicados sobre un mantel inmaculado recientemente plegado. La sencillez de la composición, la pared blanca de fondo y la economía de recursos evocan el espíritu zen de silencio y serenidad.
Marcela Mouján
Buenos Aires, 1970
En la estación Plaza San Martín de subterráneos de Buenos Aires hay dos murales de mosaico veneciano: uno, con flores de jacarandá y de palo borracho que se imponen sobre un horizonte pampeano; en el otro, flores de ceibo y frutos de kinoto avanzan sobre un campo cultivado. Su autora, Marcela Mouján, prefiere las flores de árboles autóctonos. Pintar flores es medirse con la naturaleza, justo en el campo donde ella actúa como pintora. Jan Brueghel el Viejo (1568-1625) le envió la pintura de un florero a su mecenas, el cardenal Federico Borromeo, con el siguiente mensaje: "Nunca antes se habían pintado tantas flores raras y diferentes con tanto ardor. En invierno será un espectáculo magnífico: algunos colores casi igualan a la naturaleza". Mouján intensifica los colores de sus flores hasta el límite de lo irreal y, a la vez, plantea sus flores como una resistencia a la muerte. En mosaico o en pintura, nunca se marchitan.
Marisa Domínguez
Buenos Aires, 1970
Se dice que Roelant Savery (1576-1639) tenía un jardín tan magnífico en su casa de Utrecht que muchos pintores amigos se acercaban para tomar bocetos de especies exóticas. Se distinguía de sus colegas porque incluía insectos, pájaros y reptiles en sus composiciones; en una de sus obras se pueden contar 44 animales y 63 especies de flores. Savery seguro admiraría la serie Excesos, de Marisa Domínguez. Ella compone complejos collages con flores, hojas, mariposas, pájaros, caracoles, sapos y objetos comprados en el barrio de Once. No queda un espacio sin cubrir; el horror vacui se expresa a la enésima potencia. Sin embargo, detrás del caos aparente siempre hay un centro que ordena la composición a la manera de un mandala.
Kira Mamontoff
Buenos Aires, 1976
Se conservan sólo diez estudios de Alberto Durero (1471- 1528) de una muy precisa observación botánica, justo cuando en Europa se introducían exóticos bulbos orientales y la botánica se independizaba de la medicina. La Gran mata de hierba, una acuarela de 1503 que se conserva en el Museo Albertina de Viena, sienta las bases de la pintura más científica. En esta línea se inscriben las acuarelas de Mamontoff. Su muestra actual en Paihuen, en San Martín de los Andes, se llama Umbela. La elección del nombre denota la filiación científica de esta artista, ya que umbela es un tipo de inflorescencia abierta que se ensancha en la extremidad, como las varillas de un paraguas (la hortensia, el malvón o la flor de la cebolla). En otras series, Mamontoff elige flores autóctonas y se permite manipularlas "genéticamente" con la acuarela. "Sólo el arte me ha permitido que las rastreras se transformen en enredaderas -afirma- o que los tacos de reina caminen bajo la mirada fija del ojo de poeta."