Finanzas que se desbocan
Un hombre no podía dormir: lo angustiaba la idea de que al día siguiente tenía un vencimiento importante y no podría pagarlo. Su mujer tomó una rápida resolución: llamó al acreedor en medio de la noche y le anunció que su marido no le pagaría. "Ahora, el que no puede dormir es él", declaró.
El chiste es conocido, pero sirve para ilustrar cómo las expectativas y los sentimientos acerca de la economía adquieren a menudo mayor relevancia que los hechos concretos. La economía está hecha de bienes y servicios que se producen, se venden, se compran, se consumen, se importan o se exportan. Pero, en gran parte, estas transacciones se hacen a crédito y dependen de él, con lo que se introduce un factor subjetivo susceptible de cambiar, como cualquier estado de ánimo, pero con consecuencias catastróficas. No importa tanto si una empresa produce una mercancía de buena calidad a un costo apropiado: importa más si ella logra créditos que le permitan mantener su ritmo, y si los posibles consumidores consiguen salario o crédito para comprar aquella mercancía. Si algo de esto falla, la empresa despide personal, seres humanos que a su vez quedan por eso privados de salario y de crédito.
El que tiene fama de poder pagar sus deudas no necesita exactamente pagarlas: puede renovarlas por un nuevo plazo. Pero aquel de quien se cree que no puede pagar, aunque pague, pierde su crédito hacia el futuro y ya no puede funcionar en el mercado.
El mercado, ese monstruo de millones de cabezas, cuenta con el consejo de las calificadoras de riesgo, especie de gurúes privados que distribuyen cuotas de credibilidad de manera no siempre fundada en criterios objetivos ni uniformes.
La Argentina demostró, como recientemente ha dicho Joseph Stiglitz, que hay vida después del default, mientras los Estados Unidos parecen al borde del colapso por una pequeña baja en su calificación. La crisis de nuestro país fue generada por una política económica errática y corrupta, sujeta sin embargo a las reglas de la comunidad financiera. La de Estados Unidos y Europa tuvo por causa la hipertrofia de los negocios financieros, que creaban confianza en lo inexistente.
Lo que es común a ambos casos es que el sector financiero nunca fue realmente afectado: los bancos argentinos fueron autorizados a no devolver los depósitos y los bancos norteamericanos fueron auxiliados con una lluvia de millones de dólares, de la que los propios inventores del desastre sacaron buena tajada. Nada parecido a la desesperación del desempleo ni al remate de las viviendas, que aquejaron a las personas comunes de aquí y de allá.
No hace falta ser economista –yo estoy lejos de serlo– para advertir que algo funciona mal en todo este asunto. El crédito es un excelente instrumento; pero, cuando se convierte en dueño y señor de comunidades enteras, se genera un peligro que puede explotar en cualquier momento. Es probable que quienes tienen tendencia a vivir de ficciones deban considerar estos peligros, que no sólo operan en el marco de la economía –ejemplo paradigmático de un fenómeno más amplio–, sino también en cualquier otro campo en el que las ficciones y las creencias tiendan a sustituir al reconocimiento de la realidad: por ejemplo, en materia de educación, seguridad o funcionamiento de las instituciones.
Es bueno ejercer la imaginación, pero –en especial fuera del campo artístico– es prudente mantener un sólido vínculo entre ella y la realidad que permita ejercerla y sostenerla.
© La Nacion
El autor es director de la maestría en Filosofía del Derecho de la UBA
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