Ficha limpia, entre la hipocresía y una sociedad sobreadaptada a la corrupción
El Presidente tiene todo el derecho de criticar nuestro actual ordenamiento institucional y de fomentar su modificación, pero mientras la Constitución esté vigente, está obligado a respetarla y defenderla
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“Verosímil”, según la Real Academia Española, es algo que tiene la apariencia de verdadero, que es creíble por no ofrecer carácter alguno de falsedad. Lo más preocupante y lamentable de toda la saga que en los últimos días protagoniza el todavía senador Edgardo Kueider, a quien por supuesto se le debe aplicar el principio de presunción de inocencia, es que existen demasiados antecedentes, recientes y remotos, que enlazan este caso con la profusa historia de corrupción, negociados, negocios y estándares múltiples que caracteriza al conjunto del sistema político, frente a la cual nuestra sociedad parece resignada o sobreadaptada. En efecto, el Senado fue protagonista del afamado “escándalo de las coimas” de comienzos de siglo, que terminó en la nada. Un control aduanero de rutina nos remite al caso Antonini Wilson, que aún no fue esclarecido. Bolsos con dinero nos recuerdan a José López intentando esconder casi nueve millones de dólares en un convento. Nuestra experiencia colectiva acumula interminables referencias a dinero sospechado de o vinculado con corrupción, incluyendo los videos de la Rosadita, los cuadernos de las coimas, las leyendas (urbanas y rurales) sobre el “dinero K” enterrado en la infinita estepa patagónica, la caja de seguridad a nombre de Florencia, las fotos del yate Bandido y un largo etcétera.
Paradójicamente, o no tanto, esto ocurre cuando se escuchaban los últimos coletazos del fracaso de la ley de “ficha limpia”, que tanta repercusión tuvo en la opinión pública. Al respecto, vale la pena hacer algunos comentarios. En primer lugar, que de haber estado vigente en 2019 cuando fue elegido senador de Unión por la Patria, Kueider no hubiera tenido inconveniente en ser candidato, a pesar de que pesaban sobre él varias denuncias y su meteórica carrera ligada al por entonces gobernador Gustavo Bordet había generado numerosas sospechas. Evidentemente, necesitamos debatir un conjunto de mecanismos anticorrupción y protransparencia más profundos, integrales y efectivos que el concepto de “ficha limpia”. En segundo lugar, impera en la política argentina una enorme hipocresía materializada en la costumbre de presentar declaraciones juradas de bienes subvaluadas. Esto no ocurre solo por la tradición de incluir el valor fiscal (no el real) de las propiedades, sino que es resultado de maniobras de planificación para omitir el verdadero patrimonio de familias y personas que, antes de ingresar en la arena política, habían tenido una exitosa vida profesional o empresarial. Es cierto que, parcialmente, esto puede ser explicado y comprendido por cuestiones de seguridad. Pero el hábito acentúa la desconfianza que existe en las instituciones y en los principales actores políticos.
Curiosamente, incluye a muchos de los que impulsaban o apoyaban esa loable iniciativa. Y que cuando fueron gobierno en el período 2015-2019 hicieron poco y nada para mejorar la calidad institucional en esta materia. También, existe en el actual gobierno un doble discurso respecto de esta cuestión: el oficialismo fue crucial para que cayera la ficha limpia en Diputados y el propio Presidente se comprometió a trabajar con la diputada Silvia Lospenatto en un proyecto superador. Una pena que no se usara la dinámica parlamentaria para tales efectos: como cámara revisora, esos cambios podrían haber sido debatidos e incorporados en el Senado. Podría incluso haberse conformado una comisión bicameral para coordinar los esfuerzos. Así, por el contrario, se desaprovecha el trabajo realizado y, de paso, se habilita a Cristina Fernández de Kirchner, con quien el Gobierno busca polarizar, a competir el próximo año.
Esto se complementa con el menú de reformas políticas que el Gobierno envió al Congreso para que sea debatido en sesiones extraordinarias, pensadas a medida de lo que LLA supone que son las reglas del juego con las que podría beneficiarse en su táctica de polarización extrema con el kirchnerismo y que, a su vez, también favorecen a CFK. La eliminación de las PASO y los cambios en el financiamiento de los partidos constituyen mecanismos que favorecen tanto al incumbente, que ya demostró en la cena de recaudación de la Fundación FARO que no tiene dificultades para conseguir dinero privado (además, el valor de las empresas que cotizan en Bolsa aumentó en 45 billones de dólares desde que asumió Milei), como al justicialismo (el partido que más provincias gobierna, puede beneficiarse de los recursos de la CGT). ¿Utilizará LLA su poderosa estructura comunicacional, en especial en redes sociales, que está parcialmente financiada por fondos públicos, para favorecer a sus candidatos? ¿Resistirá la tentación de usar los fondos reservados de la SIDE en este año electoral? Por algo el Gobierno no incluyó la ley de presupuesto en extraordinarias.
Es muy común que los gobiernos busquen moldear las reglas del juego político en función de supuestas conveniencias circunstanciales. Tampoco en este sentido el oficialismo luce original. Lo interesante en este caso es que, gracias al acervo de reglas existente, en este primer año de gestión Milei logró éxitos asombrosos considerando la debilidad sin precedente en materia legislativa y territorial que surgió de las elecciones. Con estas reglas Milei pasó de la más absoluta marginalidad a “hacer el mejor gobierno de la historia”. ¿Quiere modificarlas por temor a que a él también le surja un competidor inesperado? De nuevo, lo de la LLA carece de la virtud de la originalidad: la propia CFK acaba de proponer una profunda reforma de la Constitución, entre otras cosas para evitar que el presidente pueda gobernar con un amplio margen de discrecionalidad utilizando los DNU. Vale la pena recordar que ella hizo lo mismo en sus dos administraciones y que en 2006, como senadora por la provincia de Buenos Aires, impulsó la reglamentación actual de los DNU, que se convierten en ley con el apoyo de solo una de las dos cámaras (es decir, requiere menos debate y consenso que una ley).
En su encendido discurso en el evento del CPAC el miércoles pasado, Milei volvió a desplegar su conocido arsenal de groserías, exageraciones y definiciones de corte autoritario: no hubo casi ningún componente de liberalismo en su presentación. Respetar a rajatabla las ideas del otro, aunque sea “un zurdo de mierda”, constituye una de las características elementales del liberalismo, clásico y moderno. Hizo asimismo una rara defensa de la “buena gestión” supuestamente vigente en la década del 90. ¿Hablaba solo de la Argentina o incluía, por ejemplo, a los Estados Unidos de Bill Clinton o al Brasil de Fernando H. Cardoso? Su hipótesis es que esa supuesta “buena gestión” (que, en el caso argentino, nunca resolvió el drama fiscal ni la corrupción) no fue acompañada por la “batalla cultural”, un concepto, al menos, anacrónico: los liderazgos democráticos, pero no liberales, proliferaron hacia finales de esos años (recuérdese el libro señero de Fareed Zakaria, publicado en 2003).
Suponer que los conceptos de “diálogo” y “consenso” son parte de la cultura de izquierda pone de manifiesto una ignorancia más que preocupante en materia de historia de las ideas políticas. Para peor, nuestra Constitución nacional está diseñada para promover la deliberación de las cuestiones públicas y, sobre todo, para alcanzar consensos sobre las prioridades fundamentales de la sociedad. El Presidente, como ocurre con CFK, tiene todo el derecho de criticar nuestro actual ordenamiento institucional y hasta de fomentar su modificación. Pero mientras la Constitución esté vigente, está obligado a respetarla y defenderla: juró por ella.