Fernández perdió la última oportunidad de ser considerado un presidente en serio
Esta administración, incluso en el caso probable de que el Frente de Todos gane las próximas elecciones legislativas, pasará a la historia como un gobierno mediocre
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El lunes Alberto Fernández perdió la última oportunidad que tenía de transformarse en un presidente que gobierna para todos, en vez de erigirse en el representante deslucido de una facción, donde quien manda de verdad no es él, sino su subordinada institucional, la vicepresidenta Cristina Fernández.
Aunque para muchos argentinos esto puede ser entendido como algo obvio, semejante anomalía sigue siendo el principal motivo que explica por qué este gobierno no funciona. En este contexto, el de Fernández –incluso en el caso bastante probable de que el Frente de Todos gane las próximas elecciones legislativas– pasará a la historia como un gobierno mediocre, para decirlo con suavidad. El responsable de una gestión que no supo manejar la pandemia, que no logró reactivar la economía y que gastó parte de su energía en garantizar la impunidad de una sola persona. Una persona que, para colmo, se cree por encima del resto de los mortales y ni siquiera tiene la delicadeza de usar un barbijo para compartir el acto público más importante del año.
¿Por qué el Presidente, en la apertura de las sesiones ordinarias de 2021, no centró su discurso en la salud de los argentinos, que fue el gran asunto que nos atravesó a todos? Porque, de haberlo hecho, se tendría que haber detenido, durante un buen tiempo, en el escándalo denominado “vacunagate”, algo que continúa impactando, y para mal, incluso en su núcleo duro, o su electorado considerado cautivo.
¿Por qué no se dedicó a contarnos qué conjunto de decisiones tomará este año para bajar la pobreza, detener la creciente desocupación y recuperar el poder adquisitivo del salario, que era lo que estábamos esperando casi todos los argentinos? Porque necesitaba poner el eje en una nueva embestida contra los fiscales, los jueces y los camaristas que no se subordinan a los deseos de su vicepresidenta y los suyos. Tenía que instalarlo en la agenda pública, y ya.
¿Por qué le dedicó apenas unos párrafos, ya sobre el final, a su deseo de ser recordado como el presidente de la unidad, cuando minutos antes se la había pasado atacando a la oposición, a la Justicia, a los medios y a los periodistas que hacen su trabajo? Porque la tenía al lado a ella, y posiblemente, su potente y cercana energía le habría impedido explayarse más, aunque más no fuera para repetir, como lo viene haciendo desde que asumió, que su principal tarea es terminar con la grieta.
Dentro y fuera del “círculo rojo” todavía se sigue discutiendo por qué, si Alberto Fernández había arrancado hace un año, cuando empezó la pandemia, con el pie derecho, no siguió en la misma línea. La de la foto junto a Rodríguez Larreta y Kicillof. La del jefe de Estado que toma decisiones por sobre la conveniencia y los intereses personales de los dirigentes, aunque pertenezcan a su propio espacio político. De hecho, la cuarentena temprana no solo le sirvió a Fernández para alcanzar niveles de aceptación a los que solo llegaron unos pocos en circunstancias excepcionales, como Alfonsín, Kirchner y el Papa, sino también para empezar a equipar a los centros de salud con unidades de terapia intensiva, y así evitar el apilamiento de cadáveres que vimos en países como Brasil o Italia.
Pero días después apareció el delirante intento de expropiar Vicentin, y de cerrarse en posiciones radicalizadas más propias de caprichos de Cristina que de sus propias convicciones originales. A partir de ese momento no dejó ninguna torpeza sin cometer. La más recurrente, por cierto, es el intento de cumplir con la parte del pacto implícito que tiene con Cristina. Ella lo ungió como candidato a presidente, y él debía solucionarle, con todo el poder del que dispone un jefe de Estado en la Argentina, todos los problemas judiciales de la señora. Por supuesto, en simultáneo apostó a la salud en detrimento de la economía y resultó un verdadero desastre. Usó instrumentos de ayuda como el IFE y los ATP, y sin embargo no sirvieron para encender ninguna economía; apenas como un paliativo simbólico para una sociedad aterrada y sin herramientas para producir, en el medio de un confinamiento extremo y demasiado largo.
¿Pero es Alberto una víctima inocente de la nociva y tóxica conducta de Cristina, o a esta altura se podría decir que parecen o son casi lo mismo, en una simbiosis perfecta que les permite mantener el equilibrio del Frente de Todos? Perdida la última oportunidad de transformarse ya no en un estadista, sino en un jefe de Estado con autoridad presidencial, se puede aventurar que ya no hay demasiadas diferencias entre lo que representan y transmiten él y ella.
El ataque directo al fiscal Stornelli, que incluyó mentiras e imprecisiones, porque de ninguna manera se encuentra procesado por extorsión, es una muestra cabal de que perdió la brújula y el sentido común. El anuncio del impulso de una querella contra la decisión del gobierno de Macri de endeudarse con un crédito del Fondo Monetario revela que ni siquiera estaba al tanto de que existe una causa abierta, por el mismo asunto, desde hace dos años, que tramita, a buen ritmo, la jueza María Eugenia Capucchetti.
La amenaza de formar una comisión bicameral para analizar la conducta de los jueces soslayando la verdad sencilla de que para eso existe y funciona el Consejo de la Magistratura muestra que el Presidente parece más desorientado que nunca. Pero ¿hasta qué punto hay que justificarlo? ¿Cuánto tiempo más habrá que seguir repitiendo que ya es hora de liberarse de la presión y de las cadenas de Cristina, el Instituto Patria y los chicos grandes de la Cámpora?
Son tantas las cosas que dijo un día y desmintió más tarde, tantas veces cambió de discurso sobre cuestiones tan sensibles como la economía, la política, la Justicia, lo que es delito y lo que no lo es que no solo terminó devaluando la palabra presidencial, sino que puso en duda de qué materia está hecho. Los analistas políticos tendemos a poner etiquetas a los dirigentes, para no tomarnos el tiempo de analizar la complejidad y el contexto en el que se toman las decisiones. Pero el de Alberto Fernández es un caso único en la política argentina. ¿Quién es? ¿Qué piensa? ¿Qué siente? ¿Cuáles son sus intenciones? ¿Entiende o no que Venezuela es una dictadura? ¿Cree en el capitalismo o supone que el Estado debe controlar hasta el más mínimo comportamiento de los privados? ¿Le parece de verdad un logro sin precedente el intento fallido de congelar el precio de los alimentos, y el congelamiento de las tarifas, que, por otra parte, anticipó que ahora va a aumentar? ¿Defiende la división de poderes o sigue haciendo desde la presidencia lo que antes hacía desde el llano recorriendo los pasillos de Comodoro Py o los cafés cercanos a los tribunales de Talcahuano? ¿Sigue siendo un operador todoterreno, que supo servir con el mismo ahínco, como jefe de campaña o asesor a Scioli, Massa y Randazzo? ¿O es el más vivo de todos, el que se quedó con la sortija mientras todos los demás miraban como giraba la calesita, distraídos por los fuegos de artificio de los animadores de turno?
Hay una hipótesis inquietante que cada tanto se repite entre quienes lo conocen bien, dentro y fuera del Frente de Todos. Dice así: Alberto cambió tantas veces de opinión, tantas veces se cambió de ropa, de ideología, de sentimientos, de convicciones y de principios que a esta altura ya no sabe ni siquiera él mismo quién vendría a ser. Por eso le resultaría tan fácil a la vicepresidenta ponerlo y sacarlo, enloquecerlo y condicionarlo. Porque ya no tendría espacio ni para la más mínima rebeldía, alejado de toda coherencia, cuestionado en la base de su autoridad.