Fernández Meijide. La mujer que derrotó la violencia y al sed de venganza
Pocos como Graciela pudieron abrir, con los frutos amargos de la tragedia política de los años 70, un camino de reconciliación y convivencia en el marco de la ley
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Es sabido. No se puede hacer política sin opositores. Pero solo se puede convivir con opositores dentro de un mismo sistema político. De lo contrario los opositores pasan a ser enemigos. Es decir que, para que tal cosa no ocurra, debe haber un Centro donde confluyan tanto el despliegue de las disidencias como el imperativo de encontrar un consenso. No es lo mismo que confronten una izquierda y una derecha radicalizadas en su intransigencia, que lo hagan una centroizquierda y una centroderecha. Las dos primeras son excluyentes. No lo son las dos últimas: al ser perspectivas distintas sobre valores compartidos, pueden llegar a sobreponerse a sus diferencias y alcanzar un acuerdo.
El Centro en cuestión no es otra cosa que la República. Nada más imprescindible y nada más difícil de construir, porque exige dejar atrás la autosuficiencia, lo que equivale a decir la subestimación de todo punto de vista que la afecte. En otras palabras, la enajenación ideológica, el desprecio de la diferencia y el maniqueísmo que condenan al exterminio del otro.
La Argentina no ha llevado a cabo ese proceso de superación. Nuestra democracia es, mayormente, una fachada que no alcanza a disimular su corrupción ni las divisiones sustanciales y largamente irresueltas que impiden la posibilidad de alcanzar un acuerdo nacional. Una y otras convierten al mandato constitucional en un mensaje retórico, desvalido, del que la política se aprovecha para avasallar la ley, muchas veces con la complicidad de fiscales y jueces.
Sin reconciliación no tendremos otro porvenir que nuestro pasado, esa monótona y trágica reincidencia de nuestros desaciertos. Pero, si es innegable que el país está lejos de haber salido de ese circuito de redundancias desoladoras que tanto nos acercan a lo peor del siglo XIX y nos alejan de lo imprescindible del siglo XXI, no menos lo es que hubo y hay argentinos dispuestos a promover un encuentro fundamental entre quienes hasta hoy no lo han logrado y quizá ni lo han querido. Son los que han ido más allá de sus propias estrecheces de mira, de la ceguera que los subordinaba al prejuicio y la intolerancia. Son quienes han ganado, en nuestra vida pública, un posicionamiento innovador cuyos dos componentes básicos –la valoración del diálogo y la convicción de que los acuerdos son posibles si se comparte una misma concepción de la ley– pasaron a ser el rasgo distintivo de su conducta. Se trata de hombres y mujeres abiertos a una verdad que no desconoce la autocrítica, es decir, la propia responsabilidad en la producción de muchos de los males que suele achacarse a los demás.
Entre esos argentinos, Graciela Fernández Meijide es, desde hace mucho, una presencia sobresaliente. ¿Por qué? ¿Qué le ha permitido llegar adonde hoy se encuentra, en términos de representación social? Una cosa es saber de dónde proviene, cosa que está más que difundida; otra, muy distinta, alcanzar a sentir la apasionada y por momentos agobiante intensidad con que ella emprendió y llevó a cabo la marcha que se inició en aquella noche aterradora que la marcó para siempre y culminó en la templanza que evidencia hoy: el secuestro y asesinato de su hijo Pablo. No se trata, entonces, de reseñar una trayectoria sino de comprender un tránsito que va de la desesperación a un discernimiento político inusual. Así como también, el alcance de un mensaje que solo puede ganar la formidable consistencia que tiene luego de remontar obstáculos que para la mayoría de nosotros serían insuperables.
¿De qué habla esta mujer a la que no cabe sino llamar ciudadana en el más prolífico de los sentidos?
Una honda transfiguración
Así como entre nosotros prosperaron la intransigencia y las divisiones a expensas del entendimiento y el ideal del bien común, ella, al derrotar en su corazón el odio, la desolación y la impotencia que la arrasaron a raíz del trágico destino de Pablo, se propuso aprender a concebir como adversarios e interlocutores a quienes hasta allí solo merecían su desprecio. Y lo hizo para no verse aniquilada por la sed de venganza que envenenaba sus días. Y algo aun más decisivo. Aprendió a ver en muchos de ellos, también, a víctimas de la violencia y de la perversa instrumentación de la que fueron objeto por parte del terrorismo de Estado y del terrorismo a secas.
Ese tránsito no se deja describir dócilmente. Ha sido tanto lo que Graciela Fernández Meijide pagó al emprenderlo, tanto en términos de dolor, de crisis familiar, de soledad y de un duelo que parecía no tener fin. Por eso, en un sentido sustancial, cuesta comprender cómo, a la vez, pudo ser fuente de una transfiguración espiritual tan honda. Un pasaje tan radical de lo privado a lo público y tan fecundo para el país, democráticamente indispensable.
Ella logró sobrevivir de ese modo a las imposiciones de una época que redujo la cultura política a la sacralización de la muerte, concebida como procedimiento de transformación colectiva. Y al envilecimiento de las instituciones llevado a su extremo por el terrorismo de Estado y el proyecto apocalíptico de la guerrilla.
Al proceder como lo hace, Graciela Fernández Meijide se perfila como la memoria indeleble de los efectos de la desmesura ideológica en un cuerpo social a merced de los fanatismos de izquierda y derecha. Todos sus pronunciamientos a lo largo de los últimos cuarenta años son un llamado a la convivencia. Ese llamado no se inspira en la visión idealizada de lo que podemos llegar a ser, sino en la comprensión descarnada de lo que deberíamos intentar si queremos ser algo más que lo que hemos sido hasta ahora: celebrantes de la confrontación, promotores del exterminio de quienes no se subordinan a nuestras creencias y conveniencias, enemigos en suma de la nación entendida como un proyecto de desarrollo compartido y solidario.
Quienes la escuchen, quienes la lean, no dejarán de advertir qué significa pensar y actuar con sensibilidad republicana en la Argentina del presente. Su convicción, orientada hacia la formación de ciudadanía, proviene de ese férreo principio tan suyo de que es indispensable no vivir fuera de la ley promoviendo confrontaciones tribales, ubicando lo corporativo y lo sectorial sobre la Constitución y el interés general.
Graciela Fernández Meijide no nos trae la solución. Hace algo mucho más urgente e insoslayable para esta hora: nos trae el problema bien planteado. Y nos recuerda que solo teniendo el problema bien planteado es posible encontrarle una solución. Le sobran lógica y experiencia para infundirle consistencia a lo que dice. No presume saber más que cualquiera de nosotros. Lo que hizo –y no es ella quien lo dice sino yo– fue capitalizar mejor que nosotros lo que, al igual que muchos de nosotros, le tocó vivir. El provecho que extrajo de su sufrimiento, de sus dificultades, de sus decepciones, fue más hondo, más rico, más generoso e imaginativo que el nuestro. Su llamado a la concordia no responde a un apostolado en busca de redención sino a su profundo desvelo por discernir sin tapujos qué será de nosotros si no alcanzamos esa concordia.
Riesgos necesarios
Su convicción es que hay riesgos que, si se los corre, abren al porvenir. Y otros que, si no se deja de correrlos, solo nos hundirán aún más en el pasado y nos mantendrán chapoteando en el pantano del fracaso reiterado.
Ella, esa mujer que pudo más que la violencia y los muchos años que carga sobre sus hombros, sostenida por un carácter y una fortaleza intelectual que no declinan con el tiempo, sabe que el desarrollo y la transformación indispensables de la Argentina no provendrán del acierto económico, sino que desembocarán en él si se deriva de una concepción política capaz de reconciliarse con la ética en su concepción del poder, del adversario y de la ley. Sabe que es así porque se vio largamente expuesta a lo contrario; a la embestida de la barbarie, a la jactancia de los corruptos aferrados al poder. Porque la volvió a dar a luz el hijo que le arrebataron. Y porque a todo eso se suma algo igualmente esencial: la comprensión visceral que alcanzó de que, entre quienes en los años 70 perdieron como ella a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos, tanto de uno como de otro bando, no hay víctimas privilegiadas, sino muertos homologados por las balas de una misma locura ideológica.
Muchas fueron las madres privadas de sus hijos en el vendaval de esa década sangrienta al que supieron enfrentar inolvidablemente. Pocas, entre ellas, en cambio, las que pudieron abrir, con los frutos amargos de esa tragedia, un camino hacia la reconciliación, la pacificación y la convivencia en el marco de la ley y no de la venganza. Entre esas pocas una fue y sigue siendo Graciela Fernández Meijide. Una mujer resuelta a no dejarle la última palabra al quebranto, al despotismo del dolor y del odio.
Al hacer del sufrimiento la simiente de un compromiso social con la República y la democracia, Graciela Fernández Meijide dio ese paso decisivo que transformó el alcance de su padecimiento personal. Ese paso más que infrecuente supone una grandeza de espíritu que puede, como dije, ser reconocida pero difícilmente explicada. Es obra de un hondo trabajo interior en el que el desprecio cede a la voluntad de reconciliación. Nelson Mandela lo realizó en Sudáfrica. Lo hizo, entre nosotros, Graciela Fernández Meijide.