Feminización de la medicina, una tendencia consolidada
“Ya que la mujer es la razón primera del pecado, el arma del demonio, la causa de la expulsión del hombre del paraíso y de la destrucción de la antigua ley, y ya que en consecuencia hay que evitar todo comercio con ella, defendemos y prohibimos expresamente que cualquiera se permita introducir una mujer, cualquiera que ella sea, aunque sea la más honesta, en esta universidad”.
En esos términos fue redactado un decreto de la Universidad de Bolonia del año 1377.
Ese manifiesto del Medioevo tardío refleja una realidad muy distinta a lo que ocurre actualmente en las aulas universitarias y específicamente en las facultades de Medicina. Las cifras oficiales de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (UBA) muestran que las estudiantes representaron el 70 % del total de alumnos durante el año 2020 y el 71 % durante este año. La evidencia de la consolidación de esta tendencia la tenemos en los siguientes datos: las mujeres representaron el 71 % de los ingresos a la Facultad de Medicina de la UBA en 2020 y el 74 % en 2021. En cuanto a los egresos, en 2019 el 68 % correspondió a las mujeres.
La evolución histórica de la participación porcentual de las mujeres ejerciendo la medicina en nuestro país muestra que en 1980 era del 20.1 %; en 2001 el 39.9 % y en 2016 el 51.9 %. (Registro Federal de Profesionales de la Salud, Ministerio de Salud de la Nación). En las carreras de posgrado en las diferentes disciplinas de las ciencias de la salud las mujeres representan el 62,6 % de los egresos en doctorados, maestrías y especialidades. Esta tendencia no se limita al ámbito local. En los EE.UU. las mujeres ya representan el 50 % del alumnado de las escuelas de medicina, con una tendencia creciente.
La feminización de la medicina merece múltiples abordajes: 1) el análisis histórico de la irrupción de la mujer en el mundo de la medicina; 2) la evolución del rol de las médicas en las distintas especialidades; 3) sus posibilidades de acceso a posiciones de liderazgo dentro del escenario académico y societario de la Medicina; 4) las consecuencias tangibles que la las médicas generan en la relación médico-paciente y en ciertos resultados medibles de la actividad médica y 5) las posibles causas de este proceso de feminización.
La historia nos muestra que el camino del acceso de las mujeres al claustro universitario de la medicina fue un desafío a la perseverancia y la resiliencia.
Tal es el caso de Elizabeth Blackwell (1831-1910), quien fue la primera mujer estadounidense en lograr el título de médica luego de ser rechazada por 12 universidades. Blackwell logró que aceptaran su inscripción en la escuela de medicina de Geneva, al oeste de Nueva York, y se graduó en 1849 con las más altas calificaciones de su promoción. Fundó el primer hospital con mujeres en su dirección (New York Infirmary, 1857) en el cual otras mujeres tuvieron la oportunidad de efectuar su práctica, situación que les estaba vedada en otras instituciones.
Entre nosotros, muy lejos han quedado los tiempos de Cecilia Grierson, la primera mujer médica graduada en la Argentina (1889), en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires. En 1894 se inscribió en un concurso para ser profesora de la cátedra de Obstetricia, pero el citado evento académico fue declarado desierto.
“Fue únicamente a causa de mi condición de mujer, según refirieron oyentes y uno de los miembros de la mesa examinadora, que el jurado dio en este concurso un extraño y único fallo: no conceder la cátedra ni a mí ni a mi competidor”, expresó años más tarde la doctora Grierson.
Retomando el tema de la sorprendente proporción de alumnas mujeres en las Facultades de Medicina contemporáneas, este proceso ya está generando un cambio en el escenario del ejercicio profesional. Todos los datos disponibles sobre las consecuencias de la feminización de la medicina son claramente alentadores.
Según la doctora Pilar Arrizabalaga y su equipo (Barcelona): “Las médicas muestran, en términos generales, mayor predisposición para la compasión y empatía, con una clara superioridad en las habilidades comunicativas. Está muy claro que la calidad de la relación médico-paciente está determinada por las capacidades de comunicación, comprensión del estado emocional del paciente y el deseo de aliviar o reducir sus sufrimientos. La capacidad de percibir lo que el paciente pueda sentir es imprescindible para que el profesional pueda responder a sus necesidades. Quizás sea este un ámbito donde las mujeres médicas están en ventaja respecto a los hombres ya que hay estudios que describen que ellas tienen un estilo de comunicación más cálido, llano y afable. Sus consultas duran más tiempo y se plantean en un marco más agradable, creándose un ambiente más positivo por medio del lenguaje y están más atentas a valorar aspectos socioculturales que van más allá de la enfermedad clínica observable”.
Un interesante artículo publicado en la prestigiosa revista científica JAMA Internal Medicine (Asociación Médica de los EE.UU.), tuvo como objetivo determinar si las tasas de mortalidad y reinternación difieren entre los pacientes tratados por médicos y médicas. Se analizó una muestra aleatorizada del 20% de los beneficiarios de Medicare, hospitalizados, de 65 o más años de edad y tratados por internistas generales desde el 1° de enero de 2011 hasta el 31 de diciembre de 2014. Los pacientes tratados por médicas internistas mostraron menor mortalidad a los 30 días (mortalidad ajustada, 11,07% vs. 11,49%); y menos reinternaciones a los 30 días (reinternaciones ajustadas 15,02% vs. 15,57%); respecto a los pacientes atendidos por sus colegas varones internistas -después de considerar los posibles factores de confusión-. En las conclusiones se destaca que estos hallazgos sugieren que las diferencias en los patrones de práctica entre médicos y médicas, como se evidencia en estudios anteriores, pueden tener implicancias clínicas.
Diferentes autores llegan a la conclusión que hay indicios que sugieren que, comparando con sus colegas varones, las médicas tienen mayor tendencia a practicar una medicina basada en la evidencia y, paralelamente, centrada en el paciente. También se señala que sus pacientes harían menos consultas al departamento de emergencias comparado con los pacientes atendidos en atención primaria por médicos varones.
Más allá de las controversias que puedan generar estos datos, es lógico esperar patrones de conducta diferentes. Pero sería practicar un reduccionismo absurdo pretender generalizar y sacar conclusiones categóricas (“mejores y peores”).
El ejercicio de la medicina plantea diferentes escenarios que requieren un universo de competencias denominadas genéricamente “duras” y “blandas”. Las competencias “duras” se refieren básicamente a los conocimientos específicos de la profesión. Las “blandas” están vinculadas, por ejemplo, al manejo de la incertidumbre y la frustración, ser un buen comunicador en la relación con los pacientes y la sociedad, tener capacidad para tomar decisiones adecuadas en situaciones extremas, saber lidiar con el estrés, contener emocionalmente a los pacientes (empatía), interactuar positivamente con los colegas para trabajar en equipo, tener capacidad para la resolución de conflictos, entre otras. Es razonable pensar que existan diferencias en el desempeño de esas competencias entre médicos y médicas.
Como reflexión final, con la feminización de la medicina estamos asistiendo a una brisa renovadora. Las médicas brindan un aporte invalorable para conjugar los avances tecnológicos con el humanismo que todos le reclamamos a la medicina cuando nos toca el rol de pacientes.
Profesor Adjunto de la Cátedra de Oftalmología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Doctor en Medicina (UBA)