Febriles jornadas revolucionarias de febrero
“Olemos a mierda de gallina”, dice uno. “Sobre todo tú”, le responde el otro. Son dos jóvenes ansiosos por recibir entrenamiento militar y por correr aventuras peligrosas; están enardecidos frente a la posibilidad de ser por fin aceptados como militantes regulares de ETA. Recién llegados a una granja de pollos en la campiña francesa, donde esperan instrucciones, se enteran de que la banda terrorista ha anunciado el cese definitivo de la lucha armada, y entonces sin dinero ni experiencia los dos muchachos deciden continuar la “gesta patriótica” por su cuenta: uno asume el rol de jefe e ideólogo de una organización nueva y fantasmal, y el otro de relajado subalterno. Ése es el puntapié inicial de la flamante novela de Fernando Aramburu, que siguiendo con el famoso aforismo de Marx (la historia ocurre primero como una gran tragedia y luego como una miserable farsa) conmovió al mundo hace seis años con su novela Patria y regresa en pocas semanas con Hijos de la fábula, donde le da una vuelta cáustica y desternillante al tema de los ideales autoritarios y específicamente del terrorismo vasco. El proyecto literario que afronta esta vez se emparenta, en estilo e intención, con No habrá más penas ni olvidos, de Osvaldo Soriano, quien escribió como ficción paródica la feroz represión ordenada por Perón contra la izquierda peronista y su réplica sangrienta. El género novelesco de la sátira política, escrito prácticamente en tiempo real, merecería una práctica más frecuente, porque es capaz de iluminar mejor que cualquier crónica periodística lo sucesos intestinales de la historia inmediata. El afán de gestas, surgido de relatos míticos, aunque realizadas prácticamente sin riesgos y guionadas como grotescas performances mediáticas, es además un lugar común de nuestra realidad argenta, donde grupúsculos kirchneristas buscan ganar notoriedad y alcanzar la portada de los diarios por algún hecho “emancipador”, que los ratifique como auténticos herederos de la “juventud maravillosa”. La distancia entre unos y otros es la que existe entre Dardo Cabo, que a punta de pistola desvió en 1966 un avión a Malvinas, izó la bandera y fue preso por esa pirueta absurda y temeraria, y Juan Grabois, que se fue en diciembre de campamento de verano a Lago Escondido y se volvió antes por forcejeos e incomodidades del medioambiente, o el doctor Jorge Rachid, que agotado por los rigores del paisaje sureño y la escasez de provisiones, recordó en medio de ese conmovedor “combate por la soberanía” que era médico y aprovechó la indisposición de una “compañera” para colarse en su ambulancia y escapar del calor y la intemperie a gran velocidad: soldado que huye sirve para otra revolución.
Es notorio el show kirchnerista para lustrar un poco su otrora reluciente y hoy opaco “capital simbólico”
Interesan poco para esta reseña los meandros jurídicos del caso y el destino del estanciero Joe Lewis, que a este articulista y con perdón le importa un bledo. Lo verdaderamente significativo, porque se trata de todo un síntoma, es el show que arman los kirchneristas con el ánimo de lustrar un poco su otrora reluciente y hoy opaco “capital simbólico”, soplidos agónicos a las cenizas frías de una hoguera que antes iluminaba toda la noche y que hoy los deja a solas y a oscuras con sus almas ateridas. Se trata, para recordarlo, de un conflicto iniciado curiosamente por Juan Perón, que le cedió esas tierras a un extranjero en 1951; estas “patriadas” marketineras no son conducidas por patrullas perdidas ni por solitarios ciudadanos de a pie, sino por funcionarios, dirigentes e intelectuales rentados de manera directa o indirecta por el partido que gobierna el país y que detenta el poder. Nacionalistas todos de rara pericia, por cierto, dado que el kirchnerismo se destaca por haber destrozado la moneda y la soberanía energética. Ahora esos mismos “patriotas” acompañan –por razones de postureo o de pingües negocios inmobiliarios– los reclamos de mapuches violentos –asesorados por exmontoneros– que desconocen precisamente la soberanía nacional. Pero claro: “Las Malvinas son argentinas y Lago Escondido también”, compañeros. No le hubiera disgustado a Galtieri esta consigna; tampoco a Soriano o a Fernando Aramburu, porque el patetismo de la realidad ayuda mucho a la novela esperpéntica. Algunos voceros presentaban a Lewis incluso como un Napoleón del imperialismo británico y a esta escaramuza como una valiente resistencia contra “un diseño estratégico de la OTAN para el Atlántico Sur que pone en serio riesgo la posibilidad de que la Argentina sea fracturada por la Patagonia Austral” (sic). Algo así como el Plan Andinia, aquella conjura con la que deliraba hace añares la extrema derecha.
Las crónicas periodísticas de esas jornadas febriles de febrero traen algunos pasajes llamativos. Como, por ejemplo, las peripecias de la “Columna Montaña”, que parecía descender de Sierra Maestra, aunque con provisiones mermadas, insolaciones y pocas energías después de una larga caminata: el verano es duro para el turismo ideológico. También la “Columna Juana Azurduy”, que llegó al patio de Lewis y que al parecer lideraba el sacerdote evitista Francisco Oliveira, quien ofuscado por la reticencia de los lugareños se metió en una carpa e inició una huelga de hambre: no sabemos todavía qué efectos tuvo esa dieta patagónica, le deseamos lo mejor. Se quejaban los abnegados kirchneristas de que los paisanos de la zona no los dejaban dormir durante la travesía pasando por los altoparlantes música folklórica –tal vez Los Chalchaleros–, algo que evidentemente daña el oído excelso de los manifestantes. Cuando las papas quemaban –narran los cronistas– estos revolucionarios con mentalidad de empleados públicos pensaron en huir a bordo de los móviles policiales o en solicitar directamente el rescate con helicópteros sanitarios: no hay nada como el Estado presente. Lo más dramático aconteció, sin embargo, cuando los intrusos quisieron entrar por la fuerza y un grupo de jinetes les cerró el paso y los dispersó a rebencazo puro. Los encontronazos provocan heridas y llaman a la desgracia, y deben ser siempre repudiados. Pero la idea de convertir a ese grupo telúrico en una “patota paramilitar” no parece otra cosa que la desesperada necesidad de maquillar esta desopilante incursión contra la “extranjerización de la tierra” y “el enclave inglés”: es que no se vería muy bien, para ese relato épico, que los kirchneristas hubieran sido espantados por los gauchos. Qué dirían Facundo y, sobre todo, don Juan Manuel, aquel otro rico estanciero que era defendido por su paisanada. Para el revisionismo histórico, los gauchos son la reivindicada “barbarie” y, por lo tanto, parte sustancial del pueblo y enemigo de los “señoritos”, gente de la ciudad que es parásita y que no entiende el “sentir popular” de la patria profunda. Que un rebenque no arruine entonces una buena mascarada.
Finalmente, parece que los vecinos rasos y los laburantes de Lago Escondido se reunían a la vera del camino para despedir a esos forasteros con ínfulas, y lo hacían blandiendo palas con sorna. No querían golpearlos con esas palas, sino mandarlos a trabajar, algo que produce convulsiones en cierta militancia. Una vez más: esa herramienta básica pero simbólica no convenía a la puesta en escena, porque ponía en trincheras antagónicas y en tensión al mundo kirchnerista y al mundo laboral, al verso y al esfuerzo. Así que los escribas “nacionales y populares” sacaron por fin su palabra favorita: no eran gauchos de tierra adentro los que habíamos visto con nuestros propios ojos, sino cipayos: esbirros de la antipatria, pagados por la oligarquía y con el objetivo de impedir esta epopeya anticolonial. No se desató, en fin, una catástrofe porque Dios es argentino. Hay algo, sin embargo, que Marx no previó en El 18 de brumario. La historia, en efecto, primero se da como tragedia y luego como farsa, pero puede volver a su estado original cuando la pulsión farsesca es alentada desde el poder y se promueve jugar con fuego; cuando no saben hacer política sino teatro, cuando veteranos tienen culpas no saldadas con su pasado apócrifamente heroico y cuando imberbes quieren investirse de la extraña gloria que les inocularon y se prestan, como “hijos de la fábula”, a vivir lúdicamente una aventura peligrosa.