Faulkner y los escritores del sur
Ser un lector consecuente de literatura norteamericana tiene sus desventajas: el territorio de Estados Unidos es tan amplio y los autores son tantos que siempre puede aparecer debajo del poncho un nombre nuevo, aunque sea viejo. El de Charles Portis, por ejemplo. Seguramente resuene mucho más que su firma el título de una de sus novelas, True Grit (1968), que tuvo una versión fílmica con John Wayne y, algo más cerca en el tiempo, una remake salida de la factoría de los hermanos Coen.
Portis dijo adiós hace unos días y en su país las loas empezaron a reactivarse de pronto, como si en vez de morirse hubiera vuelto a nacer. Uno de esos elogios garantiza que se trata del mejor de los escritores estadounidenses desconocidos. Otro da a entender que su nulo interés por la promoción ayudó a que se convirtiera en contraseña para pocos. La historia de cómo se volvió escritor tiene mucho de parábola: Portis, colega de Tom Wolfe en un medio neoyorquino, era una de las firmas con más proyección del Nuevo Periodismo cuando de un día para otro anunció que se volvía a su provinciana Arkansas natal para encerrarse a escribir novelas. Un año después, en 1966, publicó la primera, Norwood. Hubo unas pocas más: la última, Gringos, es de 1991. En un país donde no faltan los escritores reclusos, Portis fue apenas huidizo. No daba entrevistas, aunque no se escondía como J.D. Salinger o Thomas Pynchon. Su clase de prescindencia recuerda más bien la de otro sureño, Cormac McCarthy, si bien, según surge de los testimonios, no cultivaba el carácter huraño del autor de No es país para viejos. Lo suyo era la timidez.
También Portis tenía apego a las historias de carretera y, sobre todo las de vaqueros, aunque al parecer sin la fanfarria de brutalidades fronterizas que exhibió McCarthy en Meridiano de sangre o Todos los hermosos caballos. A diferencia de lo que ocurre en el cine, en literatura el western -impregnado como el policial por su origen en revistas baratas, de quiosco- es un género mucho más difícil de calibrar para los lectores forasteros.
La decisión que tomó Portis de volver al lugar de origen sorprende menos si se lo piensa en espejo a algunas de las decisiones que en su momento tomó William Faulkner, el modelo que se asocia más rápido con la etiqueta de escritor sureño. Faulkner intentó participar del cosmopolitismo de los estadounidenses expatriados en Europa, hace un siglo. Aprendió, en la estela de Joyce, qué era la vanguardia, pero terminó volviendo a su Mississippi natal, desde donde empezó a producir una obra inclasificable detrás de otra (El sonido y la furia y Mientras agonizo, pero sobre todo Luz de agosto y Absalón, Absalón). No a todos les gustaron. A muchos todavía hoy les parecen difíciles, caóticas, exageradas. Cuando a Vladimir Nabokov le preguntaron públicamente por él, fue escueto: "No me interesan los escritores regionalistas".
La definición de Nabokov es malintencionada porque aunque Faulkner retrata la firme y lenta decadencia de ese sur derrotado, rural, racista, lo hace con una batería de recursos formales que van mucho más allá de cualquier naturalismo. Al crear el imaginario condado de Yoknapatawpha, pinta mucho más que una aldea. Paul West dio en el clavo de su estilo: "Faulkner describe un simple estante como si se tratara de una galaxia".
Las obras del escritor, como se sabe, no tuvieron al comienzo ningún impacto en su país. Aunque publicaba de manera fluida, los primeros editores tuvieron sus manuscritos a maltraer. El reconocimiento le llegó de Francia, donde no había prejuicios contra esas historias góticas surgidas de una sociedad anacrónica y derrotada, y que conmocionaban con su cruza salvaje de narrativa torrencial y monólogos interiores.
Decir de Faulkner que es un escritor del sur estadounidense resulta una definición pobre y limitada, por mucho que las fotos que lo muestran en su casa de campo confirmen el lugar común o lo imaginemos emborrachándose a conciencia como un viejo confederado. La hecatombe que produjeron sus novelas llegó lenta y segura a muchos rincones del planeta. No sabemos si marcó a Charles Portis, del que sabemos tan poco todavía, pero sí hasta qué punto fue decisivo para otros, en otras latitudes. Como recuerda Pascale Casanova en La República mundial de las Letras, fue a partir de él, de esas historias de "un mundo rural y arcaico, tributario de formas de pensar mágicas, reducido al enclaustramiento familiar y pueblerino", que muchos escritores de literaturas periféricas (tan periféricas como Mississippi puede serlo de Nueva York) encontraron la coartada para abordar estéticamente realidades que hasta entonces parecían imposibles de contar. ¿Nombres? García Márquez y Juan Carlos Onetti, claro está, pero también Coetzee o João Guimarães Rosa, escritores todos de otros sures.