Fascismo y comunismo, ¿volvimos al punto de partida?
Todo cambia en la historia, pero nada desaparece por completo; mitos e ideas, odios y amores que animaban a ambos extremos van y vienen, se desvanecen y vuelven
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Fascismo y comunismo, ¿volvimos al punto de partida? ¿Los fantasmas del siglo XX revolotean sobre el XXI? La derrota de los fascismos en 1945, el colapso de los comunismos en 1989, ¿fueron espejismos? Así parece. No hay elección latinoamericana donde no se los evoque, político que no se sienta en trinchera contra uno u otro, académico que no los mencione. ¡Cuántos pontifican sobre la paja en ojos ajenos, sin darse cuenta de la viga en los suyos! Los liberales se han vuelto libertarios y ven comunismo en todas partes. Incluso en la socialdemocracia, tan odiada por los comunistas: “revisionista”, le decían para excomulgarla. ¡Ojalá existiera un verdadero socialismo democrático en América Latina! Aunque a veces disparen al aire y sus histerismos recuerden al celebre senador McCarthy, hay que admitir que tienen sus razones. De hecho, muchos socialdemócratas han vuelto a ser populistas de viejo cuño: en silencio, sin decírselo a nadie, especialmente a sí mismos. En el fondo, piensan que el comunismo es una inocente utopía cristiana, una buena idea mal aplicada. Y ven fascistas en todas partes. Poco importa que los antiguos fueran estadolátricos y los de ahora estadofóbicos: lo que no mata engorda.
En cierto modo es comprensible, incluso inevitable: todo cambia en la historia, pero nada desaparece por completo. Mitos e ideas, odios y amores que animaban a fascistas y comunistas van y vienen, se desvanecen y vuelven. Por eso hablamos de fascismos eternos, de comunismos eternos. Siempre que nos entendamos: aludimos así a un conjunto de características de la personalidad totalitaria, su mentalidad, psicología, creencias. Hoy la mayoría de los fascistas y los comunistas se amoldó al sistema democrático; hay muchos comunistas y poco regímenes comunistas, muchos fascistas y ningún régimen fascista.
Para mí –y creo que para la mayor parte de mi generación– el regreso de estos fantasmas es motivo de decepción, desaliento, frustración. Transmite una sensación de fracaso, una grotesca impresión de déjà-vu. Crecidos en el mito del comunismo y en el odio contra el fascismo, nos costó mucho reconocer las similitudes entre ambos. Y más aún las virtudes de la “democracia burguesa” y de la economía de mercado, blancos predilectos de nuestro desprecio juvenil. Cambiar de opinión duele, y cambiarla mucho duele mucho. Pero la tarda y fanática violencia de los 70, y el lúgubre declive del comunismo en los 80, fueron escuelas de vida. ¿Cómo fingir que no pasaba nada? ¿Bajo qué certezas refugiarse, cuando las que teníamos habían mostrado su horrible mueca? Por tanto, muchos llegamos a la conclusión de que “democracia” es un sustantivo que no tolera adjetivos. Que nada como “el método de la libertad” favorecía nuestros ideales de progreso e inclusión, cooperación social y promoción individual. O la izquierda aceptaba los principios del pluralismo político y de la libertad económica, o de ella solo quedaría la pulsión paternalista en el mejor de los casos, tiránica en el peor, disfrazada de superioridad moral. O la derecha se sacaba de encima de una vez por todas las sombras autoritarias del pasado y la arrogancia clasista, o nadie creería nunca en su conversión liberal y democrática.
Varias cosas me hicieron pensar en todo esto en los últimos tiempos. La entrevista concedida por Lula a El País de Madrid y las declaraciones de José Antonio Kast durante la campaña electoral chilena; los documentos del Grupo de Puebla y las redes transnacionales de la “nueva derecha” latinoamericana. Y muchos otros hechos y dichos, muy desparejos pero sintomáticos de un clima, unos tic, unas afinidades.
Kast tiene razón al señalar que mientras la dictadura chilena fue transitoria, la cubana es permanente: en esto radica una diferencia clave entre regímenes autoritarios y totalitarios. Pero reivindicar a Pinochet, como Bolsonaro reivindica a la dictadura brasileña, no es la mejor manera para convencernos de sus credenciales democráticas. Evitaría celebrar historias tan cruentas y dolorosas: por unos votos más, ¡cuántas tensiones! ¿Cómo gobernar entre tanto odio? Déjelas a los historiadores, no nos roben el oficio.
En la otra vereda, la izquierda es aún peor: además de los horrores del pasado, ¡bendice los presentes! Aquí también: comparto el enfado de Lula por la picota que sufrió, me disgusta la manipulación de la justicia en su contra. Pero blanquear como si nada los autoritarismos afines a sus ideales, es un gran salto. Un salto que él y el Grupo de Puebla dan sin problemas. Falso, tergiversaron sus palabras sobre las “dictaduras de izquierda”, tronó el Partido de los Trabajadores. Escrito así, entre comillas: cuando el parche es peor que el agujero.
Hay que tener pelos en el estómago para tragarse el régimen sandinista, hay que tomar mucho antiácido para digerir al chavista, hay que ser muy cara dura para defender al castrista. ¿Cuba? Sus problemas deben ser resueltos por el pueblo cubano, dicen los “progresistas” latinoamericanos. ¡Qué argumento tan cínico! ¿Cuándo fue que el régimen le dio al pueblo la posibilidad de hacerlo? Vaya hipocresía. ¿Por qué, se preguntan con candor, Angela Merkel puede gobernar dieciséis años y Ortega no? Sobre la represión, el control del poder judicial, el fraude electoral, los presos políticos, no dicen nada: Nicaragua como Alemania. ¿Son o se hacen? ¿Realmente no distinguen a un monarca absoluto de un primer ministro constitucional? ¿Una autocracia de una democracia? Da vergüenza. Igual que el apoyo a Maduro. Hasta las piedras saben que la cancha electoral venezolana está inclinada: el ridículo caso de Barinas acaba de confirmarlo. Para los de Puebla no, son elecciones normales de un país normal. Uno se pregunta: ¿qué diablo de idea tienen de la democracia?
Son palabras deprimentes. Las de la derecha, al evocar fantasmas inquietantes. Y las de la izquierda, las de Lula en particular: hace veinte años su sensatez y moderación nos ilusionó con que la izquierda mesiánica dejaba el paso a la izquierda reformista. Hoy retrocede. Y con él toda la izquierda latinoamericana, dispuesta a extender un certificado de ciudadanía a regímenes impresentables, a cruzar la línea roja del abuso populista, a sacrificar la ética al llamado de la tribu. Si esta es la izquierda, la derecha la llamará comunista. Y si lo que vemos crecer es la derecha, la izquierda la llamará fascista. ¿Quién representará las razones del antifascismo y del anticomunismo?