Fanatismo e idolatría en tiempos de redes sociales
LAUSANNE, Suiza
Por esas cosas de la era digital, la red social Instagram decidió cambiar su presentación. Ahora, deslizar el dedo sobre la pantalla de abajo hacia arriba no solo permite que veamos las nuevas fotos subidas por nuestros "amigos", además de las publicidades que entretanto se cuelan, sino que además nos trae un número ilimitado de publicaciones de otras cuentas con las que no tenemos, al menos aparentemente, contacto alguno (dejemos de lado el hecho de saber cómo la inteligencia artificial determina cuales son las publicaciones que les corresponde a cada quien).
Así, desprevenidos, al deslizar el dedo de abajo hacia arriba un poco más de la cuenta, entramos en relación con asuntos inesperados, como un video en el que un político se esfuerza por enaltecer su imagen con alguna declamación de rutina u otro en que alguna celebridad ofrece sus encantos. Uno se apura en transitar el extravío del dedo y la pantalla, pero puede suceder que nuestra atención escape hacia los comentarios que se suceden debajo del posteo que pretendíamos dejar atrás.
Todos del mismo tenor: "Belleza", "Sos la más linda del mundo", "Nadie mejor que vos", "Te amo", "Sos única, una reina", "Daría mi vida por vos", y así se repiten. Me pregunto, con una mezcla de estupor y de fascinación: ¿cuáles son las condiciones para que se den este tipo de expresiones? ¿Cómo es posible que una celebridad o un político sean adulados de esta manera? ¿Cómo es que se consigue despertar algo en principio tan íntimo como "el amor" del votante? No puedo evitar recordar las imágenes de los Beatles llegando a los Estados Unidos para su primera gira, o después de cada uno de sus conciertos ya entrados los años 60, perseguidos por una multitud de seres humanos enceguecidos, fuera de sí.
Idolatría, fanatismo. A lo largo de la historia del pensamiento, una larga lista de filósofos dan cuenta de este fenómeno. Francis Bacon, en el Novum organum, de 1620, denuncia los ídolos que obstaculizan el conocimiento. A principios del siglo XIX, Schopenhauer calificaba a Fichte, Schelling y Hegel, los tres más grandes exponentes del idealismo alemán, de "tres ídolos de la filosofía universitaria". Sabemos que es más que probable que Schopenhauer haya cultivado un profundo resentimiento respecto de Hegel, su célebre colega en la Universidad de Berlín. Mientras éste disfrutaba de los placeres del reconocimiento, con aulas llenas de alumnos, aquel daba clases a un grupo de estudiantes que se podía contar con los dedos de una mano. Más cercano en el tiempo, Patrick Wotling, filósofo y reconocido traductor de Nietzsche al francés, subraya que la imagen del ídolo sugiere una modalidad afectiva del orden de la veneración. En su carácter imperativo, paraliza el espíritu crítico.
Nietzsche consideraba la idolatría como una enfermedad. El ídolo es el falso dios que el hombre ha creado y que adora. Así, queda entrampado en su propio deseo. Adorar aquello que hemos creado supone quedar sometidos a nuestros propios sueños y también, claro, a nuestros defectos. "La fuerza de la fe suple la carencia de conocimiento, el mundo se vuelve tal como lo imaginamos", dice. Ve allí una huida del mundo que equivale a la alienación. "Donde el hombre deja de conocer, comienza a tener fe (?). Cuando se tiene fe se puede prescindir de la verdad". La idolatría desvaloriza la vida en general y la existencia humana en particular. Para el filósofo, el hombre de fe, el creyente de todo tipo, es necesariamente un hombre dependiente. Emerge así el síntoma de lo que en Nietzsche es una gran debilidad: la necesidad imperiosa de certezas, ya sean morales, religiosas, científicas o políticas. Las certezas mismas son ídolos vacíos que tienen una influencia mórbida. Idolatrar implica, según Nietzsche, el sometimiento y la mutilación de sí mismo.
Hay una "necesidad en todo ser vivo de organizar su existencia a partir de preferencias primeras, infra conscientes, que definen lo que tiene que perseguirse, lo que tiene que ser realizado; dichas preferencias traducen estas elecciones de manera afectiva, a través de una red de atracciones y de repulsiones", escribe Nietzsche. Es decir, la noción de ídolo es pensada desde una interpretación de la realidad basada en una serie de valores fundamentales. El ser humano necesita organizar su existencia a través de referencias y valores selectivos. Sucede que algunos de esos valores, dentro de la evolución histórica que ellos mismos inducen, se transforman en ídolos, porque implican respeto y autoridad estática o fija. Este inmovilismo de la figura del ídolo determina a fin de cuentas que aquella comience a oponerse a la intensificación y hasta al mantenimiento de la vida humana. Es por eso que Nietzsche considera crucial la inversión de los valores. El ídolo designa un valor a contramano de la realidad, hostil a lo real y a una vida sana. "Por ídolo -dice Nietzsche en Ecce Hommo- entiendo todo ideal". ¿Habrá entonces que deshacerse de los ídolos y volver a apostar por la realidad, por la vida?
Así es que, siempre y en todo caso, los ídolos declinan hacia el crepúsculo. ¿Y quién es capaz de vivir sin necesidad de ídolos? El niño, que es inocencia, primer motor, una rueda que gira por sí misma.
En un sentido literal, el ídolo y el fanatismo que supone se emparientan con el término romano fanatice: estar preso de una furia divina. Por otro lado, en la vereda opuesta, encontramos el pudor. Coincidiremos, creo, que en la Web este término y la disposición que supone brillan en general por su ausencia. El pudor deja que lo que se presenta lo haga a su propio ritmo. No impone su ley. Insistiendo con el ejemplo de más arriba, no impone el "te amo" ni el "sos la más bella de todas".
En el fanatismo, la subjetividad está subyugada por sí misma. Tener ídolos a los que adoramos no es más que un "adorar adorar". Casi lo mismo que adorarse.
Filósofo DEA UNED Madrid; licenciado en Derecho y Ciencias Políticas (UCA)