Fallas en el sistema de partidos
Una de las primeras reacciones frente a los resultados electorales de octubre fue subrayar la gran concentración de poder lograda por la Presidenta. En efecto, Cristina Kirchner no sólo resultó reelecta con un contundente 54% de los votos, sino que recuperó la mayoría en el Congreso y su partido y aliados controlarán 20 de los 24 distritos. Además del apoyo electoral y parlamentario, la Presidenta seguirá contando con importantes recursos constitucionales; en particular, los decretos de necesidad y urgencia y la delegación legislativa. Sin embargo, esta suma de recursos no es muy distinta de los que gozó la Presidenta en 2007 o, por caso, Néstor Kirchner en 2005. ¿Cuál es, entonces, la diferencia? La principal diferencia son los 37 puntos de distancia que separaron los votos obtenidos por Cristina Kirchner de su inmediato seguidor, Hermes Binner.
Puesto en otros términos, la principal diferencia es la pérdida de competitividad del sistema de partidos.
¿Cuál es el impacto de un sistema de partidos menos competitivo? En mi opinión, mucho más que la concentración de poder, es la falta de competitividad del sistema de partidos la que coloca en zona de riesgo a la democracia constitucional, poniendo a prueba la solidez del compromiso de los dirigentes con sus principios básicos.
Respecto de la concentración de poder, conviene tener presente que la democracia constitucional la admite; lo que no admite es un poder sin límites. La cuestión no es cuánto poder se tiene, sino qué límites no se deben cruzar.
Justamente, para evitar posibles excesos u omisiones que hagan peligrar los derechos humanos, las democracias contemporáneas introdujeron dispositivos institucionales como la revisión de constitucionalidad, las elecciones periódicas o los mecanismos de frenos y contrapesos. Sin embargo, aun tomando todos los recaudos, ninguna ingeniería constitucional puede evitar que bajo ciertas circunstancias los límites queden desprotegidos. ¿Cuándo es más probable que esto suceda? Cuando los dispositivos recién mencionados dejan de ser operativos. Esto ocurre, por ejemplo, cuando el Ejecutivo cuenta con un respaldo mayoritario y disciplinado en el Congreso. En este marco, cobran importancia límites de otra naturaleza: los societales, los personales y los políticos.
Los límites societales se originan en la densa trama de organizaciones con capacidad de influencia y movilización, propia de las sociedades plurales. Pero para que esos esfuerzos no terminen siendo hechos aislados se necesita, cuando menos, de alguna coordinación política. Los límites personales surgen de la propia predisposición de quienes ocupan responsabilidades públicas a autorrestringirse como, por ejemplo, cuando deciden acatar las normas aun cuando no serían castigados por no hacerlo. Un ejemplo, pero de ausencia de esa predisposición, es la situación del Indec. Quedan, finalmente, los límites políticos; el principal de ellos, la competitividad del sistema de partidos.
Un sistema de partidos es competitivo cuando la perspectiva de alternancia en el poder entre gobierno y oposición es cierta. Esa perspectiva actúa como un factor de moderación, por empezar, para quienes están en el poder porque saben que podrán ser juzgados por quienes los sucedan. Y, a su vez, quienes los suceden saben que podrán volver a la oposición. En la Argentina, hoy por hoy, los 37 puntos de distancia entre la primera y la segunda candidatura presidencial revelan claramente la ausencia de una oposición competitiva. Su consecuencia es la falta de límites políticos que actúen como barrera de contención. Este escenario lleva a un último punto: la responsabilidad democrática que les compete a las fuerzas de la oposición en la construcción de una oferta electoral alternativa que sea competitiva.
Tanto los resultados de las internas abiertas como los de la elección general pusieron de manifiesto los cortos alcances de la estrategia seguida por gran parte de los partidos de la oposición. Estos decidieron competir por el segundo puesto como si el sistema de partidos argentino fuera bipartidista. Hace bastante tiempo que el bipartidismo quedó atrás, por lo menos desde 1995, cuando la segunda candidatura presidencial más votada fue la de Bordón-Alvarez y el candidato de la UCR fue relegado a un tercer lugar.
Dado que la única certeza que nos devuelve nuestro sistema de partidos es que el justicialismo es invariablemente uno de los contrincantes, la competitividad en el arco no justicialista sólo se consigue sumando fuerzas y no dividiéndolas. Esto se logra presentándose ante el electorado con una coalición electoral y de gobierno que sea creíble por los apoyos que reúne y por las coincidencias que la vertebran.
Este fue el camino escogido por la Alianza en 1997 y más aún en 1999, cuando la coalición se armó directamente en la primera vuelta. El fracaso de ese intento no significa que haya dejado de ser la estrategia adecuada para hacer frente a la fragmentación que estimula un sistema electoral de doble vuelta, ya sea por las primarias o por el ballottage.
Ahora bien, formar una coalición en un régimen presidencial es mucho más que disputar la candidatura presidencial. Es proponer un gobierno de gabinete; es decir, un empresa colectiva en la que la figura de cada uno de los ministros sea valorada y el presidente oficie casi como un primus inter pares .
© La Nacion
La autora, politóloga, es profesora de la Universidad Di Tella
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