Extremos
En este tiempo raro en el que la realidad y la ficción se entremezclan impúdicamente en un relato sin fin que a veces nos hace sonreír y otras nos da arcadas, todo parece permitido sin horario de protección para el buen gusto. Por el contrario, hay piedra libre para la desmesura tóxica, sea arriba de un escenario de una sala teatral o, peor aún, en el teatro de la vida real, en el que suelen suceder situaciones que ni el más creativo autor hubiese imaginado.
Claro que no siempre fue así. Refiere Roberto Núñez sobre el expediente “Compañía cómica de Buenos Aires” de la época colonial, incluido en Bicentenario de la Independencia, una edición especial de la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires, que la primera casa de comedias que tuvimos por aquí fue el Teatro de la Ranchería, inaugurado por el virrey Juan José Vértiz, en 1783. Seis años más tarde se estrenaba Siripo, de Manuel José de Lavarden, tal vez la primera obra de un autor rioplatense de ese género.
“Que los cómicos no ejecuten acción ni movimiento en sus personas que desdiga o cause el menor escándalo y no añadan palabras que a título de jocosidad envuelvan malicia o mal ejemplo”, advertía el representante local de la corona española.
De aquel extremo a este otro.
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