Excesos del vinagre político
Como todo el mundo sabe, no son pocos los dirigentes políticos y los altos funcionarios del Gobierno que andan por la vida con cara de vinagre. Por lo general, suponen que ese perfil psicológico -facha adusta, lengua viperina- resulta esencial para imponer respeto y acreditar prestancia de cacique. Desde hace añares, el país es pródigo en personajes políticos de esa especie, muy fáciles de reconocer por tres motivos: porque saben cómo adquirir popularidad y, casi a la par, prosperidad; porque tarde o temprano transitan estrados judiciales (cabizbajos, casi siempre) y porque se admiten discípulos de un predicador que vivió en el siglo III y que las enciclopedias denominan Manés o Maní.
Manés o Maní era babilonio, bastante a menudo tenía visiones celestiales y, como se arrogaba una exótica jerarquía -la del Espíritu Santo encarnado-, creyó oportuno fundar una secta y una corriente teológica: el maniqueísmo.
Tal corporación supo abrevar por igual en dogmas diversos (con preferencia el cristiano, el hebreo y el budista), con la creencia de que el universo y el designio humano son apenas bipolares: allí donde no impera el bien, impera el mal; si algo no es blanco y puro, entonces es negro y maligno; quien no se comporta como amigo entrañable debe ser visto como enemigo ruin y quizá como traidor? La fantasiosa percepción cosmológica del maniqueísmo, que descree de los matices, logró entreverarse en el antiguo pensamiento religioso con el vigor con que se entrevera hoy en nuestro borrascoso escenario político.
Autor del opúsculo Hermenéutica del semblante fruncido , el licenciado Mostrenco Peribáñez sostiene que los países con democracias todavía verdes, a medio sazonar, exhiben cuantioso repertorio de dirigentes de gruñido fácil, maniqueístas, para quienes las virtudes son siempre propias y los defectos son invariablemente ajenos. "En la Argentina -insiste-, algunos altos bonetes practican el maniqueísmo grosero, una grave fatalidad institucional. Como se sabe, la grosería sólo resulta tolerable cuando uno la expresa frente al espejo, como una forma de autoflagelación ética y para expiar feos remordimientos."
Según Peribáñez, la cruda realidad enseña que muchos de los principales referentes de la política nativa sufren timidez patológica, una dolencia que casi les impide enhebrar diálogo con señorones de otras castas, con intelectuales que fatigan la vereda de enfrente, con artistas que frecuentan otros olimpos... "Deberían saber que el discurso afrentoso, el maniqueísmo galopante y el mal humor sistémico son indicadores de anemia intelectual. ¡Oh, caramba! -se acongoja-. La buena ensalada política nunca ha requerido exceso de vinagre."
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