Excentricidades de la política exterior argentina
No constituye un factor menor en la explicación de la decadencia argentina que varias de sus peores fases hayan coincidido con reorientaciones profundas de la política exterior argentina en favor de alineamientos excéntricos.
Los golpes de 1930 y 1943 fueron inspirados en inflamadas simpatías hacia el falangismo español, el fascismo italiano y el nazismo alemán, entonces pintorescas y extravagantes ideologías. Las elecciones de 1946 se plantearon y ganaron como un alineamiento antioccidental, justo a los pocos meses del apoteótico triunfo mundial de Occidente sobre los totalitarismos orientales. El gobierno peronista del 73-76 implicó la restauración de una “tercera posición” anacrónica, eufemismo identitario ante la orfandad tras la derrota del Eje, y que intentaba infructuosamente contener el dilema justicialista que se dirimía, no académicamente sino a los tiros en las calles, entre una política procubana y un nacionalismo de derecha esotérico, aunque ambos fóbicos a las democracias capitalistas occidentales. La dictadura militar del 76-82 conjugó una paradójica cercanía a la URSS y distancia de un Occidente que nos reclamaba por los derechos humanos. La sobreactuación de un arrebato carnal hacia Occidente durante el menemismo no podía ser vista más que como una efímera y sospechosa impostura que traicionaba postulados de campaña y la causa existencial del partido. El resuelto antioccidentalismo y la simpatía por casi todos los totalitarismos existentes (Rusia, China, Cuba, Venezuela, Nicaragua, Irán, aunque nos falta Corea del Norte) durante los últimos veinte años, inconsistentes con los departamentos en Nueva York, las vacaciones en Miami y las visitas a Disney World de la nomenklatura, han terminado de confirmar al mundo que la Argentina padece de una inclinación patológica por la excentricidad en materia de alineamientos internacionales, pues es una nación que surgió, se constituyó cultural y legalmente y logró su máximo progreso como una potencia occidental, cuyos valores son la democracia, el Estado de Derecho, la justicia, la libertad, la tolerancia a la diversidad, los derechos humanos y la paz.
El fundamento conceptual de este excéntrico siglo de política exterior consiste en que Occidente es nuestro enemigo porque está empeñado en destruirnos, en cuyo caso deberíamos reconocerle una ineptitud supina al contribuir a convertirnos en una de las primeras potencias mundiales entre los siglos XIX y XX, y una habilidad magistral para lograr que la posterior tarea de decadencia la hayamos completado nosotros mismos, sin su ayuda.
Casi un siglo después, persistimos en la misma política, creyendo que “esta vez sí” dará un resultado distinto. Propósitos peregrinos, como convertirnos en la puerta de América Latina para cualquiera de los excéntricos regímenes con los que simpatizamos, podrían dejarnos sentados junto a ellos en el banquillo de los acusados, a los que no podremos entender lo que digan y menos lo que piensen, cuando inexorablemente les llegue el veredicto por sus violaciones de los derechos humanos.
No es gratuito jugar con Occidente, pero menos lo es hacerlo con nosotros mismos. Nuestra excentricidad en política exterior consiste en comportarnos de un modo extraño a lo que somos, cuando, en verdad, una diplomacia sana no radica, como creen los amateurs, en un pícaro juego de simuladores, sino en una actividad que prioriza la coherencia y la confiabilidad y que, sobre todo, involucra costos para los que la falsean, pues si se pretende continuar vociferando y haciendo alrededor del planeta cada día algo opuesto a la víspera, alcanzaremos el destino reservado a los excéntricos: vivir reputados como impostores, sin amigos y sin lograr asumir nuestra verdadera identidad.
Diplomático de carrera y miembro del Club Político Argentino y de la Fundación Alem