Evolución de una sociedad plural
Papa más preocupado con el sexo que con los derechos humanos", se leía en la primera plana del Diario 16, de España. Corría 1987 y la opinión del diario expresada en su editorial acompañaba mi crónica, en la que narraba la reacción de los más de 70.000 jóvenes reunidos en el Estadio Nacional para escuchar la palabra del papa Juan Pablo II. En el mismo lugar que Pinochet había utilizado como cárcel para llenarlo de presos inmediatamente después del golpe contra el presidente Salvador Allende, el papa Juan Pablo II centró su mensaje en cuestiones axiológicas, sin referencias políticas, como se esperaban. Sin embargo, el acto en el Estadio Nacional emulaba la liturgia de los actos de la izquierda. Con un maestro de ceremonias que repetía consignas espirituales, el palco se armó en el centro del campo de juego. Con el mejor histrionismo de un papa que en su juventud había sido actor, Juan Pablo II preguntó a la multitud:
-¿Verdad que condenáis el poder de la mentira?
-¡Sí! -tronó el estadio.
"¿Verdad que condenáis el poder del consumo, verdad que condenáis el poder de la lujuria?". A cada pregunta, el estadio respondía con un grito afirmativo: "¡Sí!". La cuarta pregunta, en cambio, recibió una respuesta inesperada:
-¿Verdad que condenáis el sexo y el placer?
-¡Nooo! Gritó la multitud.
Sorprendente y divertido, el episodio fue registrado en la primera plana por toda la gran prensa del mundo. Ninguna en la Argentina. Todos esperábamos un mensaje claro contra la dictadura de Pinochet, en apoyo a la Iglesia chilena que combatía al régimen y amparaba a los perseguidos. En sintonía, también, con la oposición que el Papa había hecho al comunismo en los países de la órbita soviética, incluida su Polonia natal. Tal cual sucedió, también, en su visita a Brasil en 1980, que igualmente acompañé, donde Wojtyla apoyó desde el inicio de su visita a los obispos de la "teología de la liberación", que, como don Pablo Evaristo Arns, prohijaba a un dirigente en ascenso, un Walesa de los trópicos, Luis Ignacio da Silva, Lula, y a las "comunidades de base", luego expresadas políticamente en el Partido de los Trabajadores.
Contrastar hoy las palabras de los dos pontífices puede servir como juego de la historia para mostrar las evoluciones que se producen en las sociedades libres, no maniatadas por los gendarmes del pensamiento. Para nosotros, es una inmejorable oportunidad para constatar nuestra evolución democrática y los cambios entre aquella Argentina del inicio de la democratización, cuando la autocensura se explicaba por el temor que sobrevivía al poder de la jerarquía eclesial, y esta otra que critica el desaire del Papa, ya que los argentinos mucho ganamos en la libertad del decir para opinar sin temor, aun cuando todavía opinamos demasiado y nos negamos a pensar sobre las nuevas realidades. Al final, nuestra pelea también es contra ese pasado tan marcado por el poder de la cruz que bendijo las peores espadas.
La Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas fueron los dos sectores puestos en penitencia por la sociedad que se fue democratizando. Los militares debieron subordinarse a la ley democrática como la Iglesia debió aceptar decisiones por las que nos prometían el infierno, como sucedió con el debate de la ley que consagró el matrimonio igualitario. Los cambios son innegables: en los tiempos en los que la cruz bendijo las espadas, los sectores de izquierda perseguida que defendían la laicidad hoy son los que hacen política invocando al papa Francisco . ¿Cambio o burlas de la historia?
En momentos en que desempolvamos el debate en torno a cuál debe ser el papel de las espadas, bien podríamos preguntarnos también sobre el papel de las iglesias y las religiones en una sociedad diversa, plural y cambiante como es la Argentina actual. ¿No será que lo que está en juego es el reconocimiento de esas mudanzas como inherentes a la vida democrática?
Toda vez que los pastores religiosos se involucraron con el mundo, legitimaron la violencia y negaron la libertad y la dignidad humana, que es la mejor prueba de la esencia divina en el hombre.
Los argentinos algo sabemos de nuestra historia, lo que no significa que aprendimos del tiempo en el que los obispos parecían jefes partidarios. ¿Y si probamos a que se espiritualice la política y se republicanice la Iglesia? En tanto, ni unos ni otros pueden desentenderse de la ineludible obligación democrática y republicana de promover y garantizar la paz para domesticar la violencia que se insinúa bajo un desconocido nuevo ropaje. La invocación del mayor pastor, el Papa, como testigo del odio, es algo que la Iglesia no puede aceptar sin riesgo de alterar su mensaje de amor y paz.
Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado