Evitar las crisis, no provocarlas
Quienes ocupamos lugares de responsabilidad tenemos como obligación intentar evitar las crisis, no provocarlas. El costo de las crisis se distribuye siempre de modo desigual y, en cada controversia o en cada colapso institucional, muchas personas se encuentran sin defensa efectiva alguna.
Algunas crisis son inevitables y algunas transformaciones generan un contexto crítico. Teniendo esto en cuenta, no es idéntico enfrentar una crisis que alimentarla. La historia nos dice que las “escaladas” sistemáticas no son una demostración de fuerza, sino más bien de ausencia de creatividad. El costo humano de vivir en tensión permanente muy pocas veces es evaluado en las esferas de poder, y un porcentaje de la pérdida de legitimidad política está asociada al cansancio de una sociedad que cotidianamente sortea obstáculos de miles de maneras, frente a una dirigencia (vieja o nueva) que parece no esquivar ninguno.
Llegamos hasta aquí porque, aun haciendo un uso abusivo del Estado, el gobierno de los Fernández y Massa no logró convencer a la sociedad de la necesidad de su continuidad. Hay consenso sobre el agotamiento de las respuestas irresponsables fiscalmente. Es un activo que el gobierno actual no debe mal usar, porque si bien heredó un panorama desolador, existe como nunca un alto nivel de conciencia social al respecto. La licencia social para hacer reformas no se extiende a profundizar la cultura política excluyente que tanto criticamos al kirchnerismo.
Aquel agotamiento no fue únicamente económico. Fueron impugnadas las prácticas de tensión permanente, la banalización de las causas públicas, la corrupción, los lugares comunes de una corrección política estéril.
La Argentina no necesita solo recuperar su solvencia económica pública, también necesita mejorar su convivencia, regenerar la confianza, reformar muchas instituciones, ajustar su sistema de incentivos, incrementar su competitividad, generar mejores condiciones sociales, conformar un imaginario de futuro compartido. Estos objetivos deben ser complementarios, de lo contrario no podrán sostenerse en el tiempo. Es imposible conseguir solvencia fiscal de largo plazo si la conflictividad genera bloqueos económicos. Tampoco pueden mejorarse las condiciones sociales sin mejoras en la competitividad económica; y así sucesivamente.
Todas las naciones que construyeron ciclos sostenidos de desarrollo económico lo hicieron adecuando sus instituciones a las necesidades de gobierno y control de su tiempo. En ningún caso la degradación institucional, la polarización extrema o la ausencia de compromisos compartidos se han considerado elementos positivos. Aunque hay mucho por aprender de lo que hicieron otros, no existe la fórmula definitiva del éxito, sencillamente porque cada sociedad es particular. Sin embargo, existen las fórmulas del fracaso, una de ellas es renunciar a la colaboración y limitar las acciones de la vida pública a la subordinación o la pelea.
La propuesta del Pacto de Mayo es un paso adelante. Más allá de las descalificaciones, el Gobierno parece reconocer el valor del acuerdo. Ahora bien, un pacto de Estado no es un contrato de adhesión. La interlocución entre los actores de la vida política requiere de compromisos recíprocos y reconocimiento de agendas diversas. Lo que vimos hasta ahora, la polarización extrema y el insulto como práctica, no es un juego de locos como muchos pueden suponer. Es una especulación mezquina. Lleva siempre agua para algún molino. Es la renuncia a buscar soluciones para buscar culpables, simplificar para transformar en enemigo a todo aquel que no se puede controlar. La polarización incrementa las resistencias a reformas necesarias. Los pactos no solo dan soporte institucional a las reformas, sino que al sacarnos del juego de “suma cero” abren posibilidades no disponibles para ningún gobierno por sí solo.
Provocar una crisis profunda que altere el funcionamiento institucional afecta a los ciudadanos y ciudadanas, pero (lamentablemente) puede ser una oportunidad para quien considere que el actual marco lo limita en sus aspiraciones. La vigencia de la Constitución y de los poderes que de ella emanan es un punto de referencia ineludible para la paz y para las transformaciones que cualquier poder quiera ensayar. La Constitución misma ha sido un pacto, y la idea de “poder limitado” es una conquista de la civilización.
Las tensiones del presente no absuelven a quienes en las últimas décadas tuvimos responsabilidades políticas. Pero nadie puede ser cancelado, cuando de lo que se trata es de abrir una conversación sobre la recuperación del país.
Estamos a tiempo. No es cierto (y es peligroso pensarlo de esta manera) que el país pueda dividirse entre justos y réprobos. No es bueno administrar los recursos públicos a golpe de rencor. Tareas tan delicadas como las que exige el momento requieren de más grandeza y menos imposturas. Se trata de hacer lo que nos corresponde a cada uno, por nuestro futuro.ß