Evitar la catástrofe ambiental exige un cambio cultural además de económico
Las conferencias sobre cambio climático consisten, cada vez más, en un inventario de lo que no se hizo, de las promesas incumplidas, las metas insuficientes, los compromisos rotos y los acuerdos imposibles
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Sobrevuela un marcado escepticismo sobre la Cop27, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático que se está llevando a cabo en El Cairo. Muchos se sienten como en la película El día de la marmota, es decir, en el mismo lugar, diciendo lo mismo, el día después. Ha pasado año tras año sin haber avanzado, lo que en este caso significa haber retrocedido.
Las conferencias sobre cambio climático consisten, cada vez más, en un inventario de lo que no se hizo. De las promesas incumplidas, de las metas insuficientes, de los compromisos rotos, de los acuerdos imposibles. Se ha sumado un escenario político todavía peor, donde la invasión rusa de Ucrania ha desatado no solo una llamarada adicional de emisiones de CO2 de proporciones dantescas, sino que también ha resucitado una agenda de la confrontación que ha tornado todavía más difíciles los acuerdos globales necesarios para reducir las emisiones provenientes de los combustibles fósiles.
Los expertos y quienes impulsan las políticas de lucha contra el cambio climático ya no saben dónde pararse ni qué tono usar. Si durante el siglo XX el tono dominante era hacer sonar las alarmas ante un establishment que hacía oídos sordos a las evidencias científicas, en las últimas dos décadas el tono había mudado al de “todavía se puede evitar lo peor”, representado por la meta de limitar la suba de la temperatura media del planeta a 1,5°C para este siglo (no las extremas, que este año llegaron a los 47°6 en lugares psicológicamente tan cercanos a nosotros como la Córdoba de España).
El año pasado, en un encuentro sobre medio ambiente, expertos interlocutores se molestaron cuando expresé mi escepticismo de que la meta de +1,5°C fuera posible, al afirmar que, según los compromisos que las naciones estaban demostrando ser capaces de adquirir, me parecía inevitable prepararse para un incremento de 2,5°. No por ser un experto, sino por simple interpolación de las curvas dibujadas por los expertos del Panel Internacional de Cambio Climático. La tácitamente acordada actitud de “todavía puede evitarse lo peor” quería evitar el pánico y mantener un optimismo sobre la posibilidad de un camino confortable para la sociedades industriales hacia la meta de +1,5°. Presentar esa meta como posible era considerada la zanahoria que ayudaría a que los políticos adquirieran los compromisos necesarios. No funcionó. No funcionaron tampoco “los acuerdos posibles”, es decir, unos acuerdos insuficientes pero políticamente digeribles. Las emisiones siguen creciendo y todavía aumentarán en lo que dudosa y voluntariosamente ha comenzado a llamarse la “transición energética”. El período durante el cual la fabricación de los equipos para incrementar la disponibilidad de las energías renovables, su producción y su uso solo agregarán emisiones a las actuales.
Los expertos en cambio climático se han dado cuenta de la necesidad de dar un nuevo tono, mucho más severo, a las alarmas, las recomendaciones, los pedidos. “Ya no hay un camino creíble hacia la meta de limitar el calentamiento global a +1,5°”, declaró la Agencia para el Medio Ambiente de las Naciones Unidas en su último informe. Afirma que con los actuales compromisos de acción contraídos hasta 2030 será inevitable un aumento de 2,6°, con las catastróficas consecuencias que eso supone en términos de sequías, tormentas, temperaturas extremas y creciente escasez de agua dulce debido a la reducción de los glaciares y nevadas (Cuyo y Patagonia en peligro de escasez hídrica). Si se desease limitar el calentamiento a +2,2°, afirman, deberían reducirse las emisiones globales de CO2 en un 50% para 2030. Ya nadie cree que eso sea posible. Este nuevo tono se hace necesario para poner en evidencia que la posibilidad de un confortable gradualismo se ha perdido. ¿Entonces qué? Solo podrán conseguirse significativas reducciones en las emisiones “con cambios radicales en nuestra economía y nuestras sociedades”. Eso significa que no solo son necesarios cambios tecnológicos (cambios en la producción de energía, alimentos y bienes), sino también cambios culturales, en el estilo de vida y de consumo.
El problema se ha alimentado del deseo de los gobernantes de mantener el ritmo expansivo de sus economías y al mismo tiempo mejorar su performance ambiental (algunos), siempre que lo segundo no perjudique lo primero (todos). En ese orden han pensado el problema hasta ahora. Se había imaginado que el mismo sistema productivista de la sociedad de consumo, con su obsolescencia programada y el reemplazo sistemático de los bienes de consumo, simplemente podría abocarse a la producción de “bienes verdes” con una menor huella de carbono. Pero eso no es posible.
Una de las vías de ese pasaje hacia una economía más verde consistiría en la electrificación del transporte y su alimentación con energías renovables (hidráulica, solar, eólica, nuclear). Pero ¿cómo mantener la expansión económica? ¡Fabricando millones de automóviles eléctricos! Eso creará nuevas compañías, nuevas fábricas y empleos, activará la extracción del litio en países como el nuestro, generando nuevos empleos y ganancias. Sin embargo, se ha preferido no ver que esa demanda de litio, proveniente en su mayor parte de la industria del automóvil, genera emisiones también innecesarias. La ecuación resultante en términos de emisiones no es buena cuando se suman todos los factores del proceso. La fabricación de un automóvil eléctrico de última generación como el PoleStar 2 que se ofrece como alternativa al exitoso Tesla 3 requiere, según sus propios fabricantes, la emisión de 24,5 toneladas de CO2. Con solo conservar el auto convencional que ya tengo, podría manejar unos 10 años sin llegar a emitir esa cantidad de CO2, 20 años si se tratara de un híbrido. La vida útil de las baterías de los nuevos autos eléctricos se estima entre 8 y 12 años. En cualquier caso, el automóvil eléctrico solo debería cargarse con energía verde, es decir, proveniente de fuentes renovables, de la que aún no se dispone en suficiente cantidad ni crece al mismo ritmo que el de los autos eléctricos.
¿Qué podemos deducir de estos datos? Que no es posible reducir las emisiones de CO2 sustituyendo los actuales automóviles con igual número de autos eléctricos. Que la solución para reducir drásticamente la emisiones es seguir el camino de Dinamarca: mucho transporte público eléctrico guiado (trenes, tranvías, autobuses que no necesitan baterías) bicicletas y ciudades de 15 minutos (donde casi todo se puede hacer caminando). Naturalmente que en las zonas rurales tractores y vehículos deberán ser eléctricos, lo mismo que ambulancias y algunos servicios urbanos. Pero la reorganización de la sociedad que requieren las circunstancias es mucho más profunda e importa estilos de vida, conductas, costumbres y rutinas.
Estamos en curso de colisión y las catástrofes que se avecinan solo aumentarán con el actual ritmo de emisiones. No se reducirán haciendo lo mismo utilizando otros instrumentos. Deberemos cambiar de instrumentos, pero también de tareas y de actitud. La sociedad de consumo no puede subsistir como motor de la economía, y la mera actividad económica no puede ser el único índice a tener en cuenta si queremos poner algún límite a las emisiones de CO2. Fabricar paneles solares no es lo mismo que fabricar automóviles eléctricos, aunque la activación económica que producen pueda leerse igual en las estadísticas del PBI y el humor de los votantes. La economía deberá aprender a considerar las diferencias entre el balance de emisiones de unos y otros o la batalla contra el calentamiento global estará irremediablemente perdida.
Miembro de la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente y profesor en la Universidad Torcuato Di Tella