Eutanasia, el nuevo gran test para Occidente
La discusión sobre el final de la vida –y la posibilidad de controlar los contornos de la propia muerte– se convirtió en el problema científico, legal, ético y moral más importante a resolver en los próximos años
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En marzo de 2001, cuando despertó después de seis meses en coma, debido a un grave accidente de tránsito, el joven bombero francés Vincent Humbert, de 19 años, descubrió que había quedado tetrapléjico, mudo y ciego, pero lúcido. Su cerebro funcionaba, aunque solo podía mover el pulgar de una mano. Pese a sus limitaciones, con ayuda de sus familiares, el joven envió una carta al presidente Jacques Chirac para pedirle que autorizara a los médicos a que lo ayudaran a morir.
Seis meses después, destrozada por el sufrimiento, la madre decidió en secreto administrarle un fuerte barbitúrico que volvió a sumergir al joven en coma profundo y obligó a internarlo en un servicio de reanimación. El 26 de septiembre de 2003, después de una reunión colegial y con acuerdo de la madre, el médico suspendió todas las medidas de reanimación: invocando los principios de “compasión y humanidad” aceptó inyectarle una dosis de cloruro de potasio para provocar la muerte del paciente, un gesto que abrió un proceso que duró hasta abril de 2005.
Ese dramático episodio, que generó enardecidas polémicas y mantuvo a Francia en suspenso durante cinco años, produjo el electroshock social que permitió al diputado Jean Leonetti hacer aprobar en abril de 2005 una primera ley púdicamente denominada “sobre el derecho de los enfermos al final de vida”. Un segundo texto fue aprobado en 2016. Sin admitir la eutanasia ni la ayuda al suicidio, la ley Leonetti define un marco para que los pacientes puedan solicitar la suspensión de ciertos tratamientos y prohíbe la “obstinación irrazonable” o “encarnizamiento terapéutico”, una práctica que –con cierta hipocresía– en español se denomina “atención médica inútil” y en inglés “futile medical care”.
Desde ese momento, ese debate crucial se desarrolla en una nube semántica de ambigüedades por las reminiscencias nazis que envuelve el término eutanasia, y de intransigencias originadas en principios religiosos e ideológicos ancestrales que tocan la esencia misma del ser humano. A pesar de las reservas, esa discusión se convirtió –por varias razones– en el problema científico, legal, ético y moral más importante que deberá resolver el mundo en los próximos años para abordar razonablemente la forma de muerte que desea cada ser humano en pleno siglo XXI. Para entrar en esta nueva fase de modernidad, que de todos modos será cuestionada dentro de algunos años por nuevas convulsiones, Occidente debió superar otras tormentas igualmente desgarradoras cuando abolió la pena de muerte, legalizó el divorcio, despenalizó el aborto o aceptó el matrimonio homosexual. Pero ahora se trata de elegir la forma más inteligente de abordar esa cuestión existencial que Vladimir Nabokov definió como “un destello de luz entre dos eternidades de tinieblas”.
El final de la vida –y la posibilidad de controlar los contornos de la propia muerte– no suscita en pleno siglo XXI los mismos pavores, tormentos y supersticiones que existían en la Edad Media. Con la ventaja de que los progresos de la ciencia y la madurez de los médicos ahora permiten sortear la amenaza de entrar en un túnel de suplicios y sufrimientos intolerables. “La muerte no debe ser considerada como una interrupción traumática de la existencia, sino como parte natural de la vida”, decía la británica Cicely Saunders, que con su práctica en el hospicio Saint Christopher de Londres definió a partir de 1967 los criterios de la medicina paliativa para que el paciente desahuciado tuviera una “buena muerte”. Otro gran precursor del cambio fue el sacerdote francés Patrick Verspieren, profesor de ética biomédica en el Centro Oncológico de Bicetre. En un célebre artículo publicado en 1984 en la revista jesuita Etudes, desgarró el velo que ocultaba la “eutanasia clandestina” practicada por algunos médicos para mitigar los atroces sufrimientos que padecen en particular los enfermos de cáncer en la fase terminal. Ese texto de ética científica abrió el camino para que la medicina francesa pudiera prescindir de la morfina y recurrir sin remordimientos a los cócteles líticos, como el DLP, que mezcla tres drogas sedativas: dolosal (petidina), largactil (clorhidrato de clorpromazina) y fenergan (prometazina).
Por respeto de la voluntad divina, las tres grandes religiones monoteístas condenan toda forma de ayuda a la muerte por considerar que se trata de una intervención humana en el proceso natural de vida y de muerte, lo que contradice la voluntad de Dios. El budismo, si bien valora la compasión y la disminución del sufrimiento, acuerda especial importancia al proceso de vida y de muerte, que interpreta como partes de un ciclo kármico. “Un Estado laico no tiene por qué someterse a una interdicción religiosa sobre la muerte”, argumenta el filósofo André Comte-Sponville. El abismo que separa la sociedad moderna de las iglesias domina el debate que abrió el presidente francés, Emmanuel Macron, cuando reunió a 650 personalidades en una Convención Ciudadana encargada de preparar un texto de recomendaciones que será examinado en los próximos meses por el Parlamento.
El actual debate en Francia sobre la “ayuda activa a morir” se inspira en el modelo de “suicidio asistido” vigente desde 1997 en Oregon. Existen otros nueve estados que aceptan la eutanasia, pero la práctica es marginal en comparación con los 390 casos anuales de Oregon. El caso de ese Estado, que desde 2016 admite pacientes de otras regiones, es emblemático porque es tan liberal como Bélgica, pero excluye de oficio los enfermos de patologías neurodegenerativas como Alzheimer, que destruyen memoria y reflexión, y son incapaces de decidir en forma coherente.
La práctica terapéutica de fin de vida también es legal ahora en España, Holanda, Luxemburgo, así como en Canadá, Nueva Zelanda y en el estado norteamericano de Oregon. Bélgica, que aprobó la eutanasia hace 20 años, es el país con la reglamentación más avanzada de Europa, y se especializa incluso en recibir pacientes de otros países europeos menos tolerantes. Durante el violento debate que precedió la adopción de la ley, entre 2000 y 2002, el rey Alberto II pensó en reeditar la astucia empleada por su hermano Balduino, que, en 1988, se hizo declarar “incapaz de reinar” durante 36 horas para no verse obligado a firmar la ley despenalizando el aborto. Pero, en el caso de la eutanasia, el Parlamento rehusó actuar como cómplice de las reservas morales del monarca. Con el tiempo, el campo de aplicación de la ley se extendió en 2014 a los menores sin ninguna restricción de edad, siempre que se trate de afecciones físicas. Desde 2020 también se aceptan las “directivas anticipadas” y ahora el Parlamento debate la posibilidad de aceptar incluso ese régimen para los enfermos de demencia. A pesar de ese liberalismo, la eutanasia solo representa 2,5% de los decesos totales del país, es decir 2500 muertos por año, cifra mucho menor que los 8000 casos de suicidio que –con frecuencia– provocan enormes daños colaterales (explosiones de gas, accidentes ferroviarios, gestos que dañan a inocentes o dramas psiquiátricos múltiples).
Suiza tiene un régimen similar, pero adoptó una actitud más cautelosa con pacientes de otros países europeos para evitar el llamado “turismo de la muerte”.
Cualquiera que sea la definición legal elegida, es imprudente confundir suicidio asistido con eutanasia. La gran diferencia reside en que en la eutanasia el gesto final –una inyección o una bebida– es practicado por un médico, mientras que en el suicidio asistido es el paciente quien absorbe la sustancia, acto que por lo general se realiza en presencia de un médico que “observa, pero no actúa”. Hasta los clínicos más liberales –y con más razón los enfermeros– se rehúsan a “apretar el gatillo”, salvo en casos excepcionales. El juramento hipocrático, que admite varias interpretaciones, no es un obstáculo difícil de superar para los médicos educados en los preceptos humanistas. Pero ningún profesional que estudió entre 7 y 10 años para “curar” se resigna a realizar sin pesar un gesto de fin de vida, aunque también sea en nombre del humanismo.
Especialista en inteligencia económica y periodista