Europa necesita liquidez
Cuando el euro se puso en marcha, una discusión frecuente era si una moneda única (y, por lo tanto, una única política monetaria) sería factible sin una política fiscal unificada. La ausencia de una política fiscal unificada impediría las transferencias de recursos entre regiones (en este caso países) propias de los sistemas fiscales nacionales, pero, además, permitiría a cada país emitir deuda pública denominada en una moneda cuya creación no controlaba. De hecho, el nuevo Banco Central Europeo había sido creado a imagen y semejanza del Bundesbank: absoluta independencia de los gobiernos y un único objetivo de política (mantener el valor de la moneda).
Para los países más débiles, los principales costos fueron renunciar a la posibilidad de usar el tipo de cambio como mecanismo de ajuste y la fijación de la paridad con el euro a niveles que, en varios casos, estuvieron lejos de sus valores de equilibrio. Estos costos, sin embargo, fueron más que compensados por los beneficios de la moneda única: en particular, la posibilidad de endeudarse a menores tasas de interés debido a la caída en la prima de riesgo de la nueva deuda denominada en euros. Este gran beneficio fue el resultado de la "importación" de la credibilidad de la política monetaria alemana que vino junto con el abandono de las monedas nacionales y la adopción del euro.
Como modo de desalentar las conductas oportunistas (estimuladas por la posibilidad de emitir deuda a bajas tasas de interés), el Pacto de Estabilidad y Crecimiento estableció límites a la deuda pública y el déficit fiscal. Esos límites, sin embargo, fueron sistemáticamente incumplidos. Los primeros países en hacerlo no fueron Grecia o Portugal, sino Francia y Alemania. Algunos gobiernos, además, optaron por maquillar sus estadísticas para que los resultados no lucieran tan negativos. Ocurrió lo previsible: en un contexto de políticas fiscales descentralizadas y fracaso de las limitaciones autoimpuestas, los sectores públicos y privados de varios países aprovecharon la bonanza para vivir de prestado. La crisis de 2008 agravó la situación debido a la deflación en el precio de los activos (como los inmobiliarios) y a la necesidad de los gobiernos de salir al rescate de sus bancos. Estos factores deterioraron la situación patrimonial de los sectores privado y público, incrementando los déficits fiscales a niveles sin precedentes.
El dilema europeo frente a la crisis griega puede resumirse en tres hechos: los gobiernos de la eurozona no cuentan con instrumentos adecuados para frenar el contagio, no existe consenso político acerca de cuáles deberían ser esos instrumentos y, aun cuando éste existiera, en varios casos sería imposible ponerlos en marcha rápidamente. La única alternativa viable en el corto plazo es que la única institución en condiciones de intervenir (el Banco Central Europeo) cumpla con una de las funciones clave de la banca central: la de prestamista de última instancia. Si la crisis de la eurozona tiene alguna perspectiva de no agravarse es a través de una acción del BCE que complemente su histórico compromiso con la estabilidad de precios con otra función para la cual fueron creados los bancos centrales en primer lugar: hacer frente a las corridas bancarias y prevenir que éstas ocurran poniendo a disposición de los agentes económicos tanta liquidez como haga falta para convencerlos de que no hay riesgo de evaporación de sus activos. En la mayoría de los casos, es justamente esta disposición la que hace innecesario intervenir. Esa convicción fue testeada con éxito en relación con la Reserva Federal de Estados Unidos en 2008, pero no existe en el caso del BCE.
Pero el problema griego y europeo va un paso más allá. Se trata de enfrentar la insolvencia griega, que amenaza con extenderse a otros países de la región. Así, la búsqueda de una solución es equivalente al intento de frenar una corrida bancaria. Alguien debe garantizar que la deuda pública griega y de otros países de la eurozona no se evaporará en medio de una corrida donde los límites entre la iliquidez y la insolvencia desaparezcan por completo. Otra vez, la única institución en condiciones de hacerlo es el Banco Central Europeo. Esto no resolverá el problema de solvencia de las finanzas nacionales, pero detendrá una extensión de la crisis con consecuencias imprevisibles.
Es posible que la reticencia alemana y de otros gobiernos haga esto imposible salvo cuando, paradójicamente, ya sea demasiado tarde. Pero no distinguir la naturaleza de los problemas puede tener consecuencias catastróficas. Enfrentar la insolvencia fiscal en Grecia y otros países trae de vuelta la pregunta original: ¿es factible gestionar una moneda única sin una autoridad fiscal también unificada? Este interrogante tuvo una respuesta afirmativa hace más de una década. Los líderes europeos están haciéndoselo nuevamente y lucen abrumados por la necesidad de responder a la emergencia y por las implicaciones de mediano plazo de encontrar, esta vez, que la respuesta es negativa.
© La Nacion
El autor es profesor de la Universidad de San Andrés e investigador principal del Conicet
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