Europa, amenazada por las pasiones reaccionarias
Con el surgimiento de movimientos y líderes contestatarios renacen el nacionalismo, la xenofobia y las soberanías como refugio, y se erosiona el sueño comunitario
El desmadre europeo supone un doble proceso: divide lo que antes estaba unido y señala una pérdida de normas, con el agravante de que los hechos más significativos de la última década están poniendo en tela de juicio el proyecto más audaz e innovador del mundo democrático posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Desde aquel momento, concomitante con los comienzos de la Guerra Fría, Europa se fracturó en dos campos: el occidental, bajo el influjo de los Estados Unidos, cuyo gobierno había pergeñado el Plan Marshall de reconstrucción y desarrollo, y el campo oriental, bajo la hegemonía de la Unión Soviética y su severo control.
Quizás valga la pena rememorar, en estos años de incertidumbre, el sentimiento de ascenso y concordia que se difundió entre los seis países -Francia, Alemania, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo- que pusieron en marcha el núcleo de instituciones de lo que más tarde sería la Unión Europea. Fue la semilla de una creencia de fuerte arraigo compartida por un grupo de gobernantes. Lo que se buscaba, como fin último de la acción, no era tanto la integración de la producción de carbón y acero o la integración comercial, sino alcanzar el beneficio de la paz perpetua a escala regional. Esta aspiración de quienes habían padecido el mal de la guerra en dos oportunidades fue impulsada por tres grandes vertientes políticas: la demócrata cristiana, la socialdemócrata y la liberal.
Fue un tríptico en el cual descollaron, entre otros, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi, Robert Schumann, Paul-Henri Spaak y un genio sin partido, Jean Monnet, que muy pronto se transformó en el agente más eficaz para impulsar aquel proyecto. Ellos mostraron que no hay fundaciones políticas valederas sin la voluntad de trascender con instituciones nuevas los apetitos personales. Estos, al alcanzar la desmesura, terminaron en las tragedias del fascismo y del nacional-socialismo.
En aquella Europa, que tuve la fortuna de ver de cerca, el proyecto de unión tenía tres propósitos básicos: primero, desterrar el nacionalismo y la xenofobia; segundo, superar la condena histórica de la soberanía absoluta de los Estados creando un espacio supranacional con instituciones comunes; tercero, dentro de ese espacio, establecer un régimen de deliberación y consenso con plena vigencia de las libertades, de los derechos civiles, políticos y sociales, y del pluralismo de ideas, creencias y estilos de vida. Todo ello combinado en ese espacio común que eliminaría fronteras y resentimientos ancestrales.
Previamente, en ese sexteto de países, había fructificado un sistema de partidos gracias al cual cada una de las vertientes políticas que enumeramos más arriba tenía su correlato en cada uno de los países asociados. A escala regional, el sistema de partidos era pues convergente. Un mismo suelo de convicciones los unía aunque estuvieran en países diferentes. A partir de aquellos años se expandieron el espacio y las instituciones comunes. La caída del Muro de Berlín aceleró esta ambiciosa marcha y en poco más de medio siglo los seis países fundadores se multiplicaron por cuatro.
Esta cadena virtuosa de incorporación se ha quebrado en la última década al influjo de la crisis financiera de 2008 y del surgimiento de movimientos y líderes contestatarios. El dato saliente de esta contracorriente ha sido el referéndum sobre el Brexit en el Reino Unido, que aparta a Gran Bretaña de la Unión Europea. Es muy claro, por tanto, el choque de tendencias: de la incorporación ascendente se ha pasado a la fragmentación descendente; del consenso en torno a las instituciones supranacionales, a una suma de disensos basados en conceptos que se consideraban perimidos. Esta avalancha de hechos inesperados ha cambiado la atmósfera: hoy Europa se ve envuelta en un clima reaccionario.
La reacción tiene fundamentos territoriales e ideológicos. El primero alude a la proximidad secular que Europa tiene con el mundo musulmán. El fracaso rotundo de la "primavera árabe" en Medio Oriente puso en evidencia el dilema atroz que aflora cuando hay que elegir entre despotismo y anarquía. Cayeron por cierto algunos tiranos, en especial en Libia, pero en su lugar no llegó la democracia, sino el vacío legal de territorios donde se enseñorean grupos ligados a la violencia, partera del hambre y la destrucción, y al fundamentalismo teocrático de carácter terrorista. Así tomó cuerpo el desplazamiento masivo de refugiados, que provocaron que en Europa se sumara al miedo hacia el terrorismo el temor hacia esa marea de seres humanos sometidos a privaciones sin nombre.
Con ello, renacieron las tradiciones que los fundadores de la Unión Europea pretendieron erradicar: el nacionalismo, la xenofobia y ese resorte instintivo que, ante estas dificultades inéditas, impulsa a los dirigentes a refugiarse de nuevo tras las fronteras de la soberanía nacional. Si esto puede llamarse con ligereza populismo, convengamos que, en todo caso, es un populismo excluyente con un temible fondo racista.
Por otra parte, en este clima reaccionario pesan también dos nubes negras. En los Estados Unidos la política de Donald Trump ha provocado un disloque en la Alianza Atlántica, el otro gran proyecto de posguerra que trascendía la dimensión militar de la Guerra Fría para abrir un dilatado espacio de cooperación económica y cultural. La clave de ello residía en la confianza y solidaridad a uno y otro lado del océano. En un par de años, mientras la política exterior de Trump funciona a sobresaltos y golpes de Twitter, la confianza decae y la solidaridad cruje.
Pero este desaire de Trump a un concepto del buen gobierno, que enlazaron todos los presidentes desde Truman hasta Obama, se compadece asimismo con una esclerosis interna de las instituciones de la Unión Europea. El desacople entre la política monetaria y la política fiscal y de endeudamiento es notorio y pone otra vez en agenda el cruce de caminos de los procesos de integración económica y política. ¿Qué viene primero, en efecto, la integración monetaria o la integración de los sistemas fiscales y, por consiguiente, de la deuda pública?
Por haber apostado a favor de la integración monetaria con el euro, las dificultades sobrevienen por el lado fiscal y las altas tasas de endeudamiento en algunos países. Los ejemplos de Grecia, Italia, Portugal y, en menor grado, España eximen de mayores comentarios. Esta marcha a velocidades discontinuas -más rápida la monetaria, más lenta la fiscal- la genera un régimen de decisiones distante en cuyo trámite una burocracia eficiente y meritocrática hace y deshace el tejido comunitario sin contacto directo con la ciudadanía. Pese a la existencia de un Parlamento Europeo elegido directamente en cada país, ese peso burocrático ha servido de excusa para reclamar, como hicieron los británicos en el Brexit, que el control de las decisiones vuelva a su lugar de origen, es decir, a los Estados nacionales.
Desde luego hay coincidencia en que este statu quo de progresivo deterioro no puede seguir prolongándose. Pero para salir de este encierro sería imprescindible otro salto hacia adelante, como aquel punto de partida de hace más de sesenta años. En este sentido, la responsabilidad de Alemania y Francia, pilares fundadores de Europa, se acrecienta a medida que a su alrededor aumentan las pasiones reaccionarias y se propaga la sombra de la desunión.