Europa, acechada por sus fantasmas
Las preguntas que hubiese sido un verdadero disparate formular diez años atrás cobran ahora sentido
Europa es, claramente, algo más que una realidad geográfica, pero se halla bien lejos de acreditar su razón independiente de ser como una construcción comunitaria sólida. Los andamios de esta empresa que fueron puestos, a instancias de Francia y de Alemania, pocos años después de concluida la Segunda Guerra Mundial, están en pie, aunque el camino recorrido desde entonces a la fecha, si bien no resultó fallido, parece hallarse en un punto muerto.
La crisis que la sacudió en 2008 puso al descubierto problemas, de momento insolubles, cuya existencia databa de antiguo. Aquejada por separatismos irredentos, pulsiones nacionalistas, ruidos de guerra y desajustes económicos graves, el Viejo Continente no ha sido capaz de sacudirse de encima los prejuicios ideológicos que lleva a cuestas ni de desentenderse de los lugares comunes con los cuales convive desde hace años.
De nada le vale al funcionariado de Bruselas poner el grito en el cielo respecto de un brote xenófobo, cuyo anhelo sería dar por concluida la Unión Europea. Como si Marine Le Pen fuera la responsable de cuanto viene sucediendo no sólo en Francia, por supuesto, sino a lo largo y ancho de toda la geografía comunitaria.
Aun cuando el Frente Nacional y sus banderías hermanas de otros países resultasen el resumen y compendio de la perversidad -que no lo son, ni mucho menos-, su espectacular crecimiento mal podría tomarse como la causa de la parálisis europea. En todo caso representan un síntoma. Pequeña diferencia.
Cuanto ha producido esta arquitectura donde sobran burócratas y falta poder político no sería tan grave si no fuese por el hecho de que, quienes tienen el deber de buscar una solución, confunden las causas con los efectos y, además, no dejan de soñar con paraísos perdidos. Las décadas gloriosas -por buscarles un calificativo- asociadas al Estado de Bienestar son cosa del pasado. Por mucho que se esforzasen al unísono la totalidad de los integrantes de la UE, se estrellarían contra la realidad si intentasen revivir aquella experiencia.
Angela Merkel no es una nostálgica y basta repasar su programa, condensado, si se me permite hacerlo, en la fórmula austeridad fiscal + aumento de la competitividad, para darse cuenta de ello. Nadie imagina retrocesos en Alemania. Pero ¿acaso son del mismo parecer los griegos, calabreses y andaluces?, para mencionar -sin ánimo peyorativo- sólo a unos pocos de los muchos que, en el fondo, miran con recelo a Berlín.
La diversidad de tradiciones, credos, costumbres, productividad y, lo que no es un dato menor, apego al trabajo, resulta de tal magnitud que, a estas alturas de las circunstancias, es conveniente no andarse con vueltas en la cuestión: la asimetría entre diferentes regiones de Europa -no necesariamente países-, de no mediar otro marco normativo, convertirá a la Comunidad en una ficción. La culpa no hay que rastrearla en el resto del mundo, o sea, en lo que obra Estados Unidos para evitar un colapso de su sistema financiero, o China a los efectos de mantener, aunque desacelerado, su notable crecimiento económico, o cualquier otro actor del concierto internacional.
Cuando cuatro líderes diferentes en Rusia, la India, China y Japón, que han asumido los desafíos estratégicos de este tercer milenio, apuntan a revitalizar la economía de sus respectivas naciones y a ampliar sus Fuerzas Armadas -dando lugar a una acentuada carrera armamentística en toda el Asia-, en Europa el poder es un ausente sin aviso. Mientras Putin, Modi, Xi Jinping y Abe sobresalen con base en su personalidad, la Comunidad, excepción hecha de la señora Merkel, extraña a De Gaulle.
La idea de pasar de una Europa de países a una regida por leyes supranacionales, que tanto entusiasmo generó en su momento, se ha astillado sin remedio dejando en el camino, como resultado, a millones de ciudadanos desencantados. Precisamente por eso corren en pos de otras banderas cuyos componentes ideológicos -de derecha o de izquierda- arrastran un común denominador: la recusación de Bruselas.
¿Y si en el plebiscito de 2017 en Gran Bretaña se impusiese el no? ¿Y si triunfase el Frente Nacional en Francia o el partido Podemos en España? ¿Y si la guerra de Ucrania escalase hasta convertirse en un conflicto más amplio? Las preguntas que hubiese sido un verdadero disparate formular diez años atrás cobran ahora sentido.
El autor, politólogo y ensayista, es director del diario La Nueva Provincia