Estructura del Estado: ni jibarización ni imperialismo burocrático
Administrar organizaciones tiene sus principios. Desde la época de la denominada “Administración Científica” y el taylorismo, los estudiosos de la gestión han intentado establecer algunas reglas generales que, bien aplicadas, podrían elevar los niveles de productividad y eficiencia de las organizaciones, evitando a la vez posibles conflictos jerárquicos. Dos de ellas, ampliamente aceptadas en la teoría y la práctica administrativa, son especialmente indicadas para comprender las dificultades que enfrenta el gobierno de Milei para terminar de dar forma a la estructura gubernamental. Se trata del principio de “unidad de mando” y el de “alcance del control”. Para obviar definiciones académicas, diré simplemente que el primero propone que en una cadena de autoridad nadie debería tener más de un jefe y el segundo, que la capacidad de supervisión de unidades y personal subalternos no es ilimitada.
Aclaremos. La unidad de mando se refiere a una relación jerárquica, donde no deberían crearse situaciones en que dos o más personas puedan dar órdenes a un subordinado en la jerarquía. Pueden sí coexistir, en cambio, relaciones funcionales como las que puede haber entre supervisores y técnicos u operarios, sin que exista necesariamente un vínculo jerárquico. Por su parte, el alcance del control implica una relación inversa entre el tamaño de la organización y la posibilidad de controlar a los responsables de las unidades que la componen. Esta capacidad depende, en parte, de la complejidad de las actividades que se desarrollan en ellas. Por ejemplo, el presidente de un país difícilmente podría supervisar directamente la actividad que desarrollan 30 o 40 ministros, pero el capataz de una cuadrilla que pavimenta una ruta podría hacerlo con 30 o 40 obreros.
¿Cuál es la importancia de estos principios para terminar de definir la estructura del gobierno nacional, al cabo de los primeros seis meses de gestión? Mi diagnóstico es que en su diseño el presidente Milei no tuvo muy en cuenta la importancia de los principios que comento, incurriendo al mismo tiempo en excesos de jibarización e imperialismo burocrático. ¿En qué sentido?
Fiel a su convicción de que el Estado es una “organización criminal” destinada a desaparecer, la primera decisión presidencial fue reducir la cantidad de ministerios a ocho, simbolizando en cierta forma el formato que tenían los gobiernos en la época que el discurso oficial asocia con los tiempos gloriosos de la Argentina, luego de que la reforma constitucional de 1898 elevara el número de ministerios de cinco a ocho. Un total de ocho ministerios pudo haber sido un número adecuado en tiempos del presidente Roca, pero tal vez insuficiente frente a los alcances y complejidad actual de la actividad estatal. Esta suerte de jibarización de la macroestructura, motosierra mediante, genera a su vez un simétrico problema de “imperialismo” ministerial, en la medida en que veinte o más exministerios pasan a estar “encorsetados” en una organización mucho menor, que encierra a la vez, inevitablemente, áreas sumamente especializadas. El caso más notorio, en tal sentido, es el del Ministerio de Capital Humano, especie de hipermercado que ofrece, entre otros, servicios de educación, salud, empleo, cultura o relaciones laborales. Por más que su titular sea una persona que goza de la máxima lealtad y confianza del Presidente, y aun si reuniera condiciones excepcionales de experiencia y liderazgo, le resultaría imposible ejercer una supervisión efectiva sobre ese inmenso conglomerado institucional. Los problemas de control enfrentados por ese ministerio confirman la vigencia del principio que venimos analizando.
Problemas similares podrían presentarse en la Jefatura de Gabinete de Ministros, al agregarse a su ya frondosa estructura nada menos que el tradicional Ministerio del Interior, único sobreviviente de la Constitución de 1853. Interior pasó a integrar, además, las áreas de Ambiente, Desarrollo Sostenible, Turismo y Deportes, extendiendo aún más los dominios de la Jefatura de Ministros. Sin embargo, parece existir la decisión de crear un ministerio, aún sin nombre, para formalizar la designación como ministro de quien fue artífice original de la Ley Bases. El nuevo ministerio recortaría, al parecer, diversas competencias de la JGM y del Ministerio de Economía, con lo cual volvería a modificarse la fisonomía de la estructura gubernamental.
A estos cambios permanentes se agregan dos factores que complican la gestión pública. Por una parte, la falta de cobertura de un alto número de cargos jerárquicos intermedios, lo cual impide o demora el proceso decisorio en la medida en que no se cuenta con firma autorizada para adoptar medidas de gobierno en los respectivos niveles de la jerarquía. Por otra, frente a la manifiesta falta de vocación del Presidente para comprometerse con la gestión cotidiana, otros funcionarios, formal o informalmente designados, tienden a llenar ese vacío, extendiendo sus facultades decisorias más allá de las competencias que les fueron formalmente atribuidas. Se debilita de este modo la vigencia del principio de unidad de mando, que tiende a depender de la relación de fuerzas entre los diversos actores que pujan por hacer prevalecer sus intereses, valores o preferencias personales.
En última instancia, los cambios permanentes en la estructura gubernamental son un reflejo más de la inestabilidad institucional del país, de las oscilaciones recurrentes respecto del rol y alcances de la intervención estatal frente a las cuestiones problemáticas de la agenda social, de la subordinación de un diseño racional de la estructura organizativa a una lógica de premios y castigos. En apenas seis meses, decenas de altos funcionarios fueron designados y removidos de sus cargos, sin llegar a conocer siquiera los alcances de las responsabilidades que asumían ni la naturaleza de los organismos que encabezaban, con lo cual la gestión pública pasa a ser un eterno recomenzar.
El diseño de la estructura organizativa de un gobierno no debería ser fruto de la improvisación ni resultado de una inspiración divina. Es una tarea técnica que si bien no puede eludir consideraciones políticas debe reflejarse en un esquema de división del trabajo en el interior del aparato gubernamental, que identifique por una parte las grandes áreas de política pública de cuya gestión pretende hacerse cargo un gobierno y que desagregue en cada una de ellas las gestiones especializadas que integran esas áreas. El diseño debería evitar tanto la compresión institucional que provoca una exagerada reducción de la macroestructura como el imperialismo que genera en el primer nivel de apertura de la organización gubernamental. También debería establecer claramente las relaciones jerárquicas, funcionales y presupuestarias entre las diversas unidades que componen la estructura, para asegurar que se respeten los principios de unidad de mando y de alcance del control. La lupa y la regla de cálculo suelen ser, en este terreno, más recomendables que la motosierra. ß