¿Esto soy yo? Las sorpresas que esconde un análisis de ADN
A través de un estudio genético que ahora se puede hacer en la Argentina, el autor descubre ancestros en destinos insospechados, alimentos que lo benefician y posibles enfermedades a las que se enfrenta
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Muchos devaneos filosóficos sobre qué somos, qué constituye el individuo, cómo se toman las decisiones así como las preguntas sobre el libre albedrío, incluso cuán libres somos o si estamos determinados por situaciones y contextos; miles y miles de páginas de la filosofía a veces dejan de tener sentido ante un avance científico que muestra las bases materiales de un tema, en este caso qué es un ser humano y qué lo hace ser particular, ser el que es.
Desde que en 1953 Watson, Crick y Franklin hallaron la estructura de la molécula que contiene la información genética se sumaron revoluciones biotecnológicas, una de las cuales pasó por el proyecto genoma humano y derivó en análisis genéticos individualizados que reconstruyen sectores de la historia particular, por un puñado de dólares o pesos.
Los resultados abarcan tanto aspectos del pasado, de dónde vengo, mis ancestros; así como (y aquí viene lo espinoso) qué riesgos tengo en base a esa información genética de adquirir algún tipo de enfermedad o qué tipo de alimentación es la que combina mejor con mi estructura de ADN. El análisis se divide en diversos apartados y varios de esos resultados fueron realmente sorpresivos. ¿Esto soy yo?
¿Ancestros en el Amazonas?
En mi caso, lo que sabía –por socio-antropología, digamos– era relativamente obvio: de los cuatro apellidos de mis abuelos, tres eran italianos (De Ambrosio, Piola, Lerda) y uno español (Navarro; “vasco-francés”, decía mi abuelo Atilio y yo sospechaba que se inventaba una cierta alcurnia). Así que todo venía de Europa, de un par de sucesivas olas migratorias para escapar de las hambrunas del siglo XIX y de las guerras del siglo XX, que por supuesto también incluían hambrunas. Ya luego, al entrar en contacto profesional con estudios como el de Daniel Corach, que marcó en 2005 que más de la mitad de los argentinos tienen partes indígenas en su genealogía, me entró la curiosidad respecto de si había o no habido de estos cruces en mi familia. ¿Podría ser que se escondiera detrás de esos apellidos europeos sangre de pueblos originarios? ¿Eran finalmente todos europeos mis ancestros, en qué porcentaje?
Lo que apareció en el análisis es que, sí, el 80% de mi ascendencia proviene de Europa (elegante mezcla de 21% de Italia, 11% de Iberia, 10% vasco, perdón abuelo, 7% de Europa Oriental, 6% de Cerdeña, menos de 2% de países bálticos y 24% del resto de Europa Occidental). La sorpresa estaría en el restante 20%: un 9% es judaico, algo de lo que no había ningún tipo de registros familiares ni sospecha alguna; como así tampoco del 6% de las Américas (¡3% de Amazonas!) y el último 5% de Medio Oriente (Anatolia, territorio turco).
os resultados abarcan tanto aspectos del pasado, de dónde vengo, mis ancestros; así como (y aquí viene lo espinoso) qué riesgos tengo en base a esa información genética de adquirir algún tipo de enfermedad o qué tipo de alimentación es la que combina mejor con mi estructura de ADN.
Aquí hay una historia de diversidad que un buen novelista podría contar, ¿de cuál de mis abuelos viene cada origen, por ejemplo? Eso, para el corto plazo de un par de siglos, porque para el largo –los cien mil años del Homo sapiens- la situación está relativamente clara: todos provenimos de una “Eva” mitocondrial que vivió en África y cuyos hijos salieron hacia Europa, Asia y su ruta.
Hábitos alimentarios
Otra parte del análisis, que en la Argentina los hace la empresa de origen brasileño Genera que en los últimos meses se expandió por el Cono Sur con la intención de hacer millones de tests en los próximos años, brinda información acerca de cómo les caen ciertos nutrientes y vitaminas a la base genética de las personas, “así como la eficacia de algunas dietas”, según sostiene la página del laboratorio.
Los resultados pueden ayudar a desarrollar hábitos alimentarios basados en las necesidades del organismo, dice a la vez que aclara: “Existen otros factores que pueden interferir en el metabolismo de una persona, como la alimentación, los factores psicológicos y el uso de medicamentos”, para evitar el exceso en el determinismo genético (el ambiente, es decir todo lo demás, también influye).
El resultado me dio que tengo probabilidad alta de intolerancia a la lactosa, algo que no se verifica ni en mi dieta real ni en las consecuencias aparentes de ella sobre mi desempeño vital, pero que sí registra el antecedente de la intolerancia a ese azúcar que tiene mi madre y que yo podría desarrollar más adelante.
Además: tengo una sensación estándar de saciedad, es decir, que por lo general (por lo general) mi cuerpo le avisa a mi cerebro cuándo debo parar de comer; tengo menor susceptibilidad de sufrir deficiencia en la vitamina D y en cuanto a la sensibilidad a la cafeína, no poseo la variante asociada a un “aumento de la ansiedad después de tomar una dosis moderada de cafeína equivalente a dos tazas de café (aproximadamente 150mg)”.
De todos modos, tengo unos kilos de más, ¿qué tal si hago la dieta mediterránea? Bueno, parece que tendrá poca influencia en esa pérdida de peso hipotética. Lo que sí debo tener cuidado con los sentimientos (quién no) porque mis genes dicen que tengo mayor predisposición al hambre emocional, es decir, a la búsqueda de recompensas orales a situaciones de angustia (se ve que lo tengo controlado, porque no recuerdo haberlo sufrido).
Y tengo “facilidad para mantener el peso luego de una dieta”, lo cual es bueno porque también tengo una variante genética que favorece la formación de adipocitos blancos que desencadenan un aumento de la reserva de grasa y peso corporal, factor de riesgo para la obesidad.
La resistencia física me dio “elevada” (quizá por eso pude terminar una maratón de 42k y me agrada caminar por montañas y sierras), por una variante que asimila más el oxígeno; mis huesos tienen una densidad intermedia; el ejercicio reduce mi colesterol, tengo facilidad para ganar músculos, buena respuesta cardiorrespiratoria al ejercicio, así como más dolor muscular después de ese mismo ejercicio (no es que soy quejoso), una recuperación más lenta de la frecuencia cardíaca así como un alto riesgo de presentar tendinopatía de Aquiles (cruzo los dedos, nunca tuve).
Piel y envejecimiento
Hay un par de apartados respecto del cuidado de la piel. Aquí alterno buenas y malas: sensibilidad estándar al sol, pero más riesgo de acné (no se ha notado más que en la adolescencia); menor riesgo de desarrollar arrugas en la piel, pero mayor riesgo para esa flacidez del párpado que era característica de mi abuela Teresa.
En cuanto a las consecuencias de la vejez, tengo riesgo de fotoenvejecimiento (que la piel se perjudique por los rayos del sol); y un riesgo estándar de calvicie. Tengo una variante que podría aumentar el riesgo de diabetes tipo 2. Pero en conjunto mis telómeros (indicadores de las veces en que pueden reproducirse mis células de manera saludable) son los de una persona de dos años y medio más joven que yo, y tengo una variante de gen que trabaja en el transporte de lípidos (grasa) en el cuerpo y que está asociada a personas que llegan a los cien años. A lo que se suma un bajo riesgo de degeneración macular, pero alto riesgo de osteoporosis.
La parte polémica del reporte, y que se pide que se tome con pinzas a la hora de interpretarse y/o asustarse, tiene que ver con los riesgos de enfermedades. De hecho, en la misma web salta un aviso que advierte que obtener el resultado del aumento de un riesgo en particular no significa desarrollar sí o sí la enfermedad ya que hay factores ambientales que son desencadenantes, tales como el estilo de vida, la dieta o el sedentarismo, entre otros.
El informe cierra con datos sobre la salud personal agregados a los que se venían dando. Soy diurno (ahora es verdad), tengo un riesgo estándar de propensión al alcoholismo y 10% mayor a la dependencia a la nicotina (algo que de algún modo siempre sospeché), buena percepción de los gustos amargos y cera de oído húmeda (?).
La parte polémica del reporte, y que se pide que se tome con pinzas a la hora de interpretarse y/o asustarse, tiene que ver con los riesgos de enfermedades. De hecho, en la misma web salta un aviso que advierte que obtener el resultado del aumento de un riesgo en particular no significa desarrollar sí o sí la enfermedad ya que hay factores ambientales que son desencadenantes, tales como el estilo de vida, la dieta o el sedentarismo, entre otros. Y pide que los datos se tomen como meramente informativos y no a efectos diagnósticos (consulte a su médico).
Pero, aun sabiendo esto, no dejó de impresionarme que el riesgo de sufrir de diabetes de tipo II que tengo es de casi el 30%. Es la más alta entre mis predicciones (aunque esa no es la palabra), seguido de la gota, con 10%, y de la enfermedad Dupuytren en las manos, 9,7%. Más un 7,5% de riesgo de Alzheimer y 6,8% de cáncer colorrectal. Poseo por si fuera poco un riesgo genético para la hemocromatosis, un cierto exceso del hierro. Algo es seguro: no se trata de un tipo de información que deje tranquilo al hipocondríaco que todos llevamos dentro, así que utilícese con mucho, mucho, cuidado.
En definitiva, se sabe que la biología es el origen, pero no el destino humano; en el medio queda ese invento tan curioso que se engloba en el concepto de cultura y que en algunas vertientes tecnológicas hasta puede cambiar a los genes: ningún destino está escrito ni en piedras, ni en esa molécula tan singularmente famosa que es el ADN. Entonces, ¿esto era yo?