Esto no es una hebilla rota
Esto no es una hebilla. No. Es Gonzalo Montiel caminando hasta la pelota, el paso seguro como si estuviera en un potrero de Virrey del Pino, una inspiración profunda, el pase a la red, el trote, la camiseta afuera y el quiebre al tomar conciencia de lo que había sellado. Es Lionel Messi cayendo de rodillas, pensando “ya está, ya está”. Soy yo cayendo de rodillas en el living del departamento, abrazándome con la mamá de mis hijas. La más grande que viene corriendo desde nuestro cuarto, donde miraba dibujitos, preguntándonos con cara de angustia qué nos pasaba y yo tartamudeando que no se preocupara, que llorábamos de la emoción.
La hebilla que no es una hebilla —un sapito para el pelo metálico, de color rosa, con la cara de Hello Kitty y una flor—es ahora mi magdalena proustiana, ese portal a un sinfín de recuerdos de esta Copa del Mundo que nos marcó para siempre.
Se ve que en algún momento de los 123 minutos más largos de la historia me crucé con la hebilla de pelo y no la solté. Se abre y se cierra con una leve presión que genera un plop y esa descarga que también se siente al apretar los globitos de los rollos plásticos para embalar. En realidad, la hebilla se abría y se cerraba, porque de repetirlo compulsivamente la terminé rompiendo.
Y no solo fue un método obsoleto para licuar la tensión y bajar las más de 120 pulsaciones por minuto a las que galopaba mi corazón: fue también un amuleto (más allá del papel que decía Francia y el llavero de la Torre Eiffel que metimos en el freezer). Mientras todavía vivíamos el idílico 2-0, mi hija más chica se dio cuenta de que la tenía y empezó a decirme “Gatito, gatito”. La escondí dentro de mi mano, pero no la pude engañar: ya se había enojado más que Messi con Van Gaal y se la di. Tomó la teta con Kitty en la mano… y Mbappé metió el primero… y el segundo. (Sí, en la tanda de penales la pude recuperar.)
Durante todo el Mundial, el primero que vivo con mis hijas, me acordé de esa noche en que yo observé el mundo desde arriba, un mundo feliz como nunca lo había visto. Estaba sentado sobre los hombros de mi papá, caminábamos por la calle Mendoza y doblamos en Cabildo para sumarnos a la marea. Yo agitaba una bandera de plástico celeste y blanca con la cara de Diego Maradona. Ese es mi único recuerdo de la Copa del Mundo del 86.
Se lo dije a mi analista: me pregunto con qué recuerdo de este Mundial se quedarán mis hijas. Y ella me dijo que era imposible saberlo, que cada una elige los suyos y pueden ser muy distintos de los que podríamos imaginar. ¿Será el día que la más grande se fue al jardín con mi camiseta de Argentina, que le llegaba hasta las rodillas? ¿Será ver a su mamá abrir la ventana varios minutos después de la tanda de penales contra Países Bajos y gritar “vamos carajo” hasta quedarse sin voz? ¿Será cuando les llevé de regalo una camiseta trucha a cada una? ¿O ese abrazo familiar de rodillas frente a la tele? No tiene sentido seguir dándole vueltas.
Si algo me ratificó Aftersun, la mejor película que vi en 2022 y en mucho tiempo, es que a veces maquillamos los recuerdos o los seleccionamos para sentirnos bien.
Mi lado racional se repitió preguntas: ¿por qué le damos tal trascendencia a esta victoria? ¿Por qué nos conmueve así? ¿Por qué la disfrutamos tanto? Porque el fútbol es un deporte único y hermoso. Sí. Porque fue épico. Sí. Por el guion perfecto de Messi. Sí. Pero también porque sabemos que cuando hay luz, la tenemos que aprovechar.
La Sophie de Aftersun recuerda lo mejor de esas vacaciones con su papá en Turquía: las charlas al sol, los silencios cómplices, las risas, un chapuzón. Pero también se cuela, inevitable, ese padre en crisis, que no puede ocultar del todo la lucha contra su propio destino.
Porque después de la noche, sale el sol. Y después, volverá otra vez la noche. Pero ahí, guardada en un cajón, estará esa hebilla rota que no es una hebilla rota para echarle mano si es necesario.