Estertores póstumos de las dictaduras populistas
A la luz del desastre venezolano, solo una visión que prescinda de un horizonte de largo plazo puede llevar a algunos candidatos a proponer hoy como panacea los contubernios entre dirigentes
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El 20 de noviembre de 1975 a las 8 de la mañana, un anuncio sobrecogió a los españoles: “Franco ha muerto”. Dos horas después, Carlos Arias Navarro, presidente del gobierno, conocido como “el carnicero de Málaga”, lo confirmó. Había pasado algunas semanas internado, con tubos y cables que entraban y salían de su cuerpo estragado, rodeado de aparatos que emitían sonidos isócronos y de monitores que fulguraban con la inestabilidad de los signos vitales. Corría un chiste de humor negro que pinta al personaje de cuerpo entero y contextualiza el hecho: en una ocasión, Franco se había quedado inmóvil, en un consejo de ministros, ante lo cual un colaborador lo revisó y dictaminó: “Sí, está muerto, pero ¿quién se lo dice?”. Algunos sostienen la versión de que ya había muerto en la víspera; al parecer, esperaron unas horas para que la fecha coincidiera con la del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera. Supersticiones.
En el segundo lustro de los 70, España recuperó la democracia. Fue impresionante la ebullición de la sociedad en esos años de transición, como lo muestran infinidad de películas de la época. El hecho no tardó en irradiarse a nuestra región. Ya deslegitimada la violencia política y superada la etapa de la Guerra Fría, cesaron los gobiernos militares: la Argentina en 1983, Uruguay en 1985, Paraguay en 1989 y Chile en 1990 volvieron a la institucionalidad. Es muy impactante pensar que en 1990 había una sola dictadura en toda la región: la Cuba castrista. Fue en aquel momento de júbilo cuando Violeta Chamorro derrotó al comandante sandinista Daniel Ortega en las elecciones de Nicaragua y Francis Fukuyama auguró el éxito total de la democracia liberal.
La ilusión duró apenas nueve años. Cuando creíamos que el triunfo de la libertad, los derechos humanos y la economía de mercado era definitivo, ocurrió un hecho de extraordinaria importancia: en 1999, Hugo Chávez, un militar carismático que siete años antes había producido un fallido golpe contra Carlos Andrés Pérez, alcanzó la presidencia de Venezuela por la vía democrática. En Chávez se imbricaban lo castrense y lo posmoderno. No por nada su carrera política empezó el mismo día en que se rindió por televisión, se nutrió con su prisión y terminó de consolidarse con su indulto. Por eso mismo representa el eslabón que liga las dictaduras militares rudas con las dictaduras populistas brillosas.
Es muy relevante ahondar en la etiología del chavismo. Su irrupción obedeció a un sistema político incapaz de corregir sus vicios, que se perpetuaba con componendas de cúpula de espaldas a los ciudadanos. Algunos podrán alegar que juzgar el pacto de Punto Fijo desde el colapso que representó el régimen chavista es una simplificación, porque llevaba cuatro décadas y dentro de ese período hubo muchos matices. Pero lo cierto es que lo que en 1958 fue un acuerdo de gobernabilidad devino –¡por su misma esencia!– una articulación conservadora de los agentes sociales implicados. Custodiaba los intereses de las corporaciones, cuya calculada alternancia en el poder iba convirtiendo la corrupción y el clientelismo en una espesa metástasis. A la luz del desastre venezolano, solo una visión muy miope y barrial, que prescinda de un horizonte de largo plazo, puede llevar a algunos candidatos a proponer hoy como panacea los contubernios entre dirigentes.
Durante las dos décadas siguientes, el populismo autoritario se propagó como un incendio por toda América Latina. Accedían por elecciones limpias y luego corroían el sistema desde adentro. En una ocasión disertó en el Teatro Cervantes de Buenos Aires Álvaro García Linera, por entonces vicepresidente de la Bolivia de Evo Morales. Explicó con tanta precisión como descaro que ganar una elección para ellos significa poco y nada. El verdadero cometido de un gobierno populista empieza, según esa tesis peregrina, cuando va a la conquista del “poder real”. El poder formal solo sería la herramienta preliminar para avanzar sobre la calle, los medios y los resortes de la economía.
En cuanto al dominio de la calle, los populismos suelen organizar fuerzas paraestatales, casi siempre vinculadas a subsidios, planes sociales o construcción de viviendas populares. Esas fuerzas de choque proveen manifestaciones de apoyo y a la vez privatizan la persecución de opositores: de Luis D’Elía con sus matones rompiendo una manifestación en plena calle al tenebroso clan Sena, sobran los ejemplos. Los medios gráficos y audiovisuales son cooptados. La economía queda sumida en una telaraña de intereses corporativos.
En estos sistemas, los negocios se reparten entre empresarios y sindicalistas de confianza. Quien quiere ganar dinero bajo los regímenes populistas debe ceder a la corrupción. Como sostiene Norberto Bobbio, el principio en el cual se basa la representación política, la libertad del representante, es la antítesis de aquel en el que se basa la representación de intereses, que es el mandato imperativo. Cuando los intereses nacionales se mimetizan por fin con los intereses de esos grupos, el envilecimiento de la democracia es total.
Esto se complementa con cambios constitucionales, reelecciones indefinidas, proscripciones y operaciones sucias contra cualquier adversario político con chances. Recientemente sucedió en Venezuela con la candidata María Corina Machado. Ni hablar de Nicaragua. También implementan leyes para maniatar la justicia y conseguir impunidad. Hubo un famoso caso en la Argentina en que un juez declaró que lo tenían “agarrado del cogote” para que sobreseyera a los Kirchner. Lawfare del “bueno”.
Aun en sus estertores póstumos, los populistas han introducido tres fenómenos novedosos. El primero es la desestabilización de las democracias, como ocurre en Ecuador, donde el gobierno de Guillermo Lasso ha sido jaqueado por Rafael Correa. Para disipar ese riesgo, el Estado debe recuperar el monopolio de la fuerza, desactivando las bandas que pueden ser manipuladas para atacar gobiernos constitucionales. Otra vez las similitudes: eso que en la posdictadura Raúl Alfonsín llamaba “mano de obra desocupada” reaparece disfrazado bajo el inofensivo eufemismo de “las organizaciones”. Los populismos aprovechan el propio terreno minado que dejan: ejecutan estas intervenciones montados sobre el descontento que generan los necesarios sinceramientos de tarifas y tipos de cambio. Por eso, suministrar el remedio a cuentagotas es caer en la trampa: el gradualismo culposo es la mejor forma de alimentar las utopías regresivas.
La segunda amenaza es la fragmentación. Cuando el populismo no puede ganar elecciones busca destruir las construcciones republicanas. Si el mapa político se divide de tal modo que las preferencias se reparten entre siete u ocho candidatos con apenas 10 o 15% puede ganar cualquier improvisado. En estas condiciones aumentan las chances de minorías intensas y fanáticas. El caso más emblemático ha sido Perú, con Pedro Castillo. Por esa razón hay que cuidar la estabilidad de los partidos republicanos: sin renunciar al vitalismo, debe evitarse la excesiva porosidad. Los entrismos intempestivos, como el affaire Schiaretti, gozan de una presunción de sospecha.
La tercera amenaza son las carnadas. Los populistas en su ocaso suelen enmascararse detrás de candidatos supuestamente moderados y prooccidentales. Daniel Scioli, Alberto Fernández o Sergio Massa esconden una morfología similar: los contratistas del Estado, las empresas manufactureras de invernadero, los lobistas y los banqueros amigos son la oligarquía prebendaria de siempre. Es necesaria una pedagogía, una revolución cultural que explique la culminante diferencia entre el libre mercado y el capitalismo de cofrades. Son mundos antagónicos. El único camino es un Estado neutral y ordenado, en el cual fluyan las fuerzas productivas, los emprendedores se animen a invertir y florezcan el comercio y la exportación. No un Estado arbitrador, sino un Estado que confiera seguridad jurídica e infraestructura. No la “comunidad organizada” del peronismo, sino una comunidad libre y pluralista.