Estamos en un campo minado
En esta columna, el superior provincial de la Compañía de Jesús, alerta sobre las graves necesidades sociales y aconseja a la dirigencia política toda mirar la situación “con el corazón más que con la ideología”
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Vivimos en un campo minado. Cualquier expresión pública sobre la situación social es rápidamente interpretada desde el prisma ideológico y entonces se descalifica desde uno u otro lado de la grieta. Esto inhibe bastante a la hora de emitir una opinión; caer bajo la cimitarra ideológica es un riesgo que pocos quieren correr. Imagino que por esa razón callan muchos referentes, no sólo políticos sino también culturales y religiosos.
Sin embargo, hay que hablar, poner palabras a lo que se ve. Tal vez así podamos avanzar, si empezamos nombrando la realidad para que al menos las cosas se vean también desde otra perspectiva.
Por ejemplo, en la comunidad que acompaño, en el conurbano profundo, se ve que las necesidades de la gente crecen, que las porciones de comida que repartimos antes alcanzaban y ahora no, y hay más gente que pide con vergüenza porque nunca vino a pedir. Y hay niños que comen con más hambre la única comida fuerte del día...Podríamos hablar también del crecimiento de la gente que vende en las ferias barriales, el aumento del trueque, porque los precios de las cosas no paran de subir al ritmo en el que crece la angustia de los más sufridos y de las familias de clase media. También aumentan los robos...y la violencia que tiene múltiples causas, pero una de ellas es la frustración.
Ante esta realidad surgen algunas preguntas: ¿Es realmente necesario este sufrimiento? ¿Por qué las soluciones a los problemas económicos siempre afectan a los más castigados? ¿Y por qué los que más tienen quieren convencernos de que el esfuerzo mayor deben hacerlo principalmente los más necesitados y la clase media?
A este punto no faltará quien empiece con el discurso del reparto de culpas, al que los argentinos somos tan afectos; pero el problema es que la gente no come excusas. Nos hemos acostumbrado a discutir sobre clichés y frases hechas, pero eso solo distrae; no ayuda. De acuerdo a los diversos intereses, hemos sido inducidos a ningunear a los pobres hasta el punto de caricaturizarlos como “vagos”, “planeros”, viciosos, de ese modo se los sitúa en el lugar de “incapacitados” (a quienes se clienteliza) o de “despreciables” (porque son representativos de una argentina que no queremos ver). Pero lo cierto es que la gente más castigada no responde a los clichés; busca trabajo, busca darle algo mejor a sus hijos...y cada vez les alcanza menos porque se ha determinado que ellos y la clase media tienen que pagar la fiesta que hicieron otros.
No les vendría mal a los funcionarios darse una vuelta por los barrios, ver las consecuencias de sus decisiones en la vida de tanta gente que sale a pelearla todos los días, aunque vaya perdiendo por goleada. No vendría mal para las fuerzas del cielo y las huestes opositoras de la tierra, mirar con el corazón más que con las ideologías.
Pero en este campo minado demencial decir que hay gente que la está pasando muy mal te hace acreedor de un rosario de reproches y hablar de justicia social te coloca en el rincón de los amigos del autor de “El Capital”. Pero se ve que el asunto no es nuevo, lo prueba un texto de hace más de dos mil años: “Escuchen esto los que pisotean al indigente para hacer desaparecer a los pobres del país, ustedes falsean las balanzas y aumentan los precios de trigo, ustedes venden al pobre por dinero o lo cambian por un par de sandalias.” (Amos 8, 5 - 6).
Lo antiguo del problema no debería distraernos de su actualidad. Es tiempo de dolor, por eso es hora de desactivar las minas discursivas y de escuchar honestamente el gemido que viene desde la realidad.
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El autor es superior provincial de los jesuitas para Argentina y Uruguay