¿Estamos en las vísperas de otro año bisagra?
El siglo XX y lo que va del XXI han deparado desenlaces electorales desconcertantemente disruptivos; un nuevo punto de inflexión podría destrabar nuestro trastornado desarrollo colectivo
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Nuestra historia del siglo XX y lo que va del XXI suele deparar desenlaces electorales desconcertantemente disruptivos. ¿Estamos en vísperas de una coyuntura parecida? Repasemos cinco casos emblemáticos: 1916, 1946, 1973, 1983 y 2003.
Las elecciones de 1916 fueron las primeras regidas por la ley Sáenz Peña, que aspiraba a sentar las bases de una república democrática depurada de prácticas viciosas, y la participación a la primera minoría en el Congreso. Por primera vez podía llegar a ganar la oposición, encarnada en la UCR y su caudillo, Hipólito Yrigoyen. En efecto, este se impuso ajustadamente, generando la impresión de que comenzaba un gobierno débil. Sin mayoría en las provincias ni en el Senado, ¿cómo se las arreglaría para gobernar sin experiencia gestionaria y tras haber cultivado durante veinte años el “abstencionismo revolucionario”?
Pero el sentido común, sin embargo, resultó errado: en nombre de la “reparación” intervino en 1917 al bastión conservador bonaerense. Desde entonces no hizo más que afianzar su autoridad presidencial. Y luego de afrontar los embates sociales de la posguerra, puso en marcha la construcción de una maquinaria que, elección tras elección, fue pulverizando, implacable, a sus antagonistas del “régimen” en todo el país.
El ciclo radical habría de durar dieciséis años sentando las bases de la primera experiencia democrática de masas. Más allá de cierta desatención respecto de cambios socioeconómicos inminentes y de su final infeliz en 1930, dejó una marca a fuego en nuestra historia, como lo prueba la concurrencia del 80% del padrón a las elecciones de 1928, cuando la ya anciana figura de Yrigoyen fue “plebiscitada”. La consigna saenzpeñana, “quiera el pueblo votar”, podía darse por consagrada.
En 1946, las elecciones convocadas por la dictadura militar instaurada tres años antes suponían la disputa final entre el coronel Juan Perón, su heredero y funcionario estelar, y casi todo el espectro opositor que concebía al nuevo fenómeno como una estribación tardía del fascismo. Perspectiva que admitía una mirada más matizada dados sus variopintos apoyos entre los que se destacaba una porción no menor del sindicalismo. Sus líderes hallaron en la coyuntura la oportunidad de realizar un proyecto político que algunos acariciaban desde hacía años: un Partido Laborista parecido al inglés. ¿Qué habría de pasar, entonces, si ganaba Perón? ¿Se profundizaría el autoritarismo o habría de ajustarse al viejo orden constitucional añadiéndole las reformas laborales?
Como Yrigoyen, Perón ganó por un margen estrecho prosiguiendo sui generis la democratización de masas comenzada en 1916. En principio, se ajustó formalmente al orden constitucional de 1853 incorporándole, reforma de 1949 mediante, los derechos de una exigente ciudadanía social. Pero las claves de sus designios transcurrieron por andariveles más sutiles: el Partido Laborista fue fulminado y el sindicalismo, “encuadrando” como “columna vertebral” de un movimiento que intentó “verticalizar” al resto de la sociedad civil. El eufórico redistribucionismo primigenio halló su límite en el estancamiento y la inflación. Pero dejó el saldo indeleble de la veloz incorporación de los trabajadores a la clase media.
Casi 30 años más tarde, a 17 de su caída y ulterior proscripción, otra dictadura militar concebía indispensable rehabilitar tanto a su movimiento como a su figura. No pudo ser candidato al rechazar las reglas impuestas por el gobierno. Con lo que tras un breve regreso, postuló para las elecciones de 1973 la fórmula integrada por Héctor Cámpora y Vicente Solano Lima. Con ello, se reeditaban los enigmas recurrentes de nuestra historia política.
¿Cómo habría de funcionar el esquema declamado por la militancia de “Cámpora al gobierno y Perón al poder”?; ¿tenía Cámpora los talentos y la autoridad para la compleja división de tareas de presidir el gobierno mientras su jefe se dedicaba a recorrer el mundo difundiendo su “tercera posición”?; ¿o era un esquema destinado a encallar rápidamente concentrando el poder formal con el poder real?
La respuesta era casi obvia con solo recorrer el arte maniobrero del viejo general. Cámpora ganó por la mitad del padrón, pero su administración se sumió en el caos. La guerra entre la juvenil “tendencia revolucionaria” neomarxista y la antigua “ortodoxia” política y gremial convirtió en tragedia el segundo y triunfal retorno de Perón, a menos de un mes de asumido el nuevo gobierno. No era difícil descifrar los pasos siguientes: la renuncia de Cámpora y Lima, y la tercera reelección del caudillo justicialista. Pero su gloria fue más breve que en los 40.
Los nueve meses de su gestión fueron un vía crucis que su cuerpo no resistió. Asumió, tras su fallecimiento, su inexperta vicepresidenta y tercera esposa. La crisis económica internacional potenció la local minando su “pacto social”; al tiempo que las luchas intestinas obturaron la institucionalización de su movimiento. Cabe preguntarse si, aun así, su fugaz gobierno no le evitó al país una guerra civil de resultados más trágicos que los sucedidos.
Diez años más tarde, otra dictadura militar debió convocar a elecciones, urgida por un proceso económico desaforado, el saldo de la represión clandestina y la derrota en la Guerra de las Malvinas. Nuevamente, el sentido común auguraba el inevitable retorno del peronismo; pero durante 1983 emergió una nueva esperanza desde el sitio menos esperado: el liderazgo al frente de la UCR de un casi desconocido líder rodeado de cuadros juveniles que prometían conjugar definitivamente democracia con justicia social y república.
El binomio Raúl Alfonsín-Víctor Martínez triunfó cómodamente, relegando a un peronismo perplejo pero que, no obstante, preservó varios bastiones provinciales y el control del Senado. El gobierno del presidente Alfonsín quizás apostó demasiado a relacionar ese desconcertante resultado con un cambio cultural de los actores sociales, políticos y económicos. Y terminó recorriendo el sino trágico argentino hasta su desenlace posinflacionario. Así y todo lo concluyó; dejando como legado el cimiento sobre el que se posa nuestra maltrecha república.
En 2003, el gobierno provisional del senador Eduardo Duhalde convocó a elecciones anticipadas nacionalizando la “ley de lemas” para derrotar a su antagonista interno, el expresidente Carlos Menem. La demanda social “que se vayan todos” de fines de 2001 aún estaba fresca: Menem ganó por un exiguo 25%; la mitad de los sufragios que había cosechado en 1989 y 1995. Lo siguió el gobernador santacruceño Néstor Kirchner a tres puntos de distancia. Tras la renuncia del expresidente al ballottage, Kirchner lucía tan débil como Yrigoyen en 1916.
Pero fue, una vez más, una percepción engañosa: Kirchner supo actuar el rol de ciudadano sobrio, hiperactivo e indignado por la corrupción de sus predecesores. Los precios siderales de nuestras exportaciones le permitieron una nueva experiencia redistribucionista que hábilmente vertebró con el discurso reivindicativo del revolucionarismo de los 70 encarnado en las nuevas organizaciones piqueteras y de derechos humanos. El ciclo kirchnerista estaba destinado a durar, como poco, veinte años; deglutiéndose, de paso, al peronismo.
La secuencia deja una sensación extraña: todas las experiencias terminaron mal, pero pudieron haberlo hecho mucho peor; y empezaron descubriendo fortalezas tan sorprendentes como transitorias. Desandar este síndrome de hondas raíces culturales constituye una de las claves para destrabar nuestro trastornado desarrollo colectivo. ¿Asistimos a las vísperas de una inflexión? Dentro de unos meses tal vez tengamos algunas pistas.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos