¿Estamos ante el ocaso de Occidente?
El mundo árabe fue el centro cultural que irradiaba su saber a Europa; ¿cómo fue posible el declive de una civilización donde florecieron el álgebra, la literatura, la medicina, la astronomía?
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Uno de los más célebres intelectuales de la posguerra en Alemania que, en su adolescencia, había sido expulsado de las Juventudes Hitlerianas, evocó este raro privilegio señalando: “No valgo para camarada. No soy capaz de alinearme”. Tal vez ese fracaso de Hans Magnus Enzensberger gestó su opúsculo publicado en 2006, El perdedor radical. Ensayo sobre los hombres del terror, aludiendo a quienes buscan la destrucción del otro y su autodestrucción.
Enzesberger cita la experiencia histórica alemana cuando, perdedores tras la ofensa narcisista infligida por la derrota de 1918 y el Tratado de Versalles, “amplios sectores de la población se veían a sí mismos como perdedores. La mayoría de los alemanes buscaban a los culpables entre los demás. Los vencedores de entonces, la conspiración mundial capitalista-bolchevique y, sobre todo, ¡cómo no!, el judaísmo, eterno chivo expiatorio”.
Desde entonces, continúa este profético ensayo escrito hace ya un quindenio, el único movimiento dispuesto a la violencia, y con capacidad de actuar globalmente, es el islamismo radical (el cual debe ser distinguido de la comunidad árabe, pues “no todos los musulmanes son árabes, no todos los árabes son perdedores, ni todos los perdedores son radicales”, replica anticipadamente el autor ante la posible objeción de cometer la falacia de la generalización).
Este movimiento fue anticipado por las guerrillas amparadas tras el mote de “organizaciones de liberación”, y a las que los medios solían llamar “rebeldes”, eufemismo romántico que aludió a un centenar de organizaciones terroristas, desde Sendero Luminoso hasta las FARC, desde IRA y ETA hasta el ERP de nuestros “jóvenes idealistas”. Consagrados a explotar ideológicamente conflictos nacionales o étnicos, ninguno de estos grupos pudo seguir el paso de la globalización.
La innovación del terrorismo islámico es que, en lugar de depender de un Politburó central, se expande en redes. En “El populacho de los piadosos”, un artículo publicado por el periódico Die Welt en 2006, Wolfang Sofsky calculaba que el ejército yihadista militante constaba de siete millones de miembros, guarismo hoy superado por una expansión demográfica producida por la práctica de la poligamia, a la que se suman los europeos conversos al islamismo radical que se alistan en sus filas.
Pese a sus invocaciones ancestrales y gracias a sus petrodólares, todos los instrumentos del terror (la comunicación satelital, los explosivos, los aviones), son hijos de la cultura a la cual combaten. Y aunque Marx, Lenin, Mao, Gramsci fueron suplantados por ciertas interpretaciones del Corán y el proletariado mundial por ciertas formas de la comunidad musulmana, muy pocos de ellos provienen de un entorno ortodoxo. Según un estudio del Foreign Policy Research Institute norteamericano publicado por el Scientific American en 2006, de los cuatrocientos militantes registrados de Al Qaeda, el 63% había cursado el bachillerato y el 75% provenía de clases medioaltas, al igual de quienes integraban las guerrillas. Sin embargo, a diferencia de sus antecesores, el islamismo es un movimiento apolítico porque sus reclamos no son negociables: el falsamente poético “del río al mar” es un eufemismo de la destrucción del Estado de Israel, sin acuerdo posible.
Ocho siglos atrás, el mundo árabe fue el centro cultural que irradiaba su saber a Europa. Esa época selló en la memoria colectiva árabe una suerte de utopía retrospectiva, pues a partir de entonces, el declive se aceleró. A diferencia de los chinos, los indios y los coreanos que también fueron saqueados por potencias extranjeras y se recuperaron, hoy el mundo árabe atribuye su precaria situación a Estados Unidos, al colonialismo y a los judíos. El interrogante es: ¿cómo fue posible el declive de la civilización árabe, donde florecieron el álgebra, la literatura, la medicina, la astronomía?
En Tiempo sellado. Sobre el inmovilismo del mundo islámico, publicado en Berlín en 2005, Dan Diner se interroga por las causas endógenas de ese declive. El autor parte de la decadencia del capital intelectual de las sociedades árabes. Y cita el rechazo de la invención de la imprenta por parte de los jurisconsultos islámicos desde el siglo XV, quienes invocaban que no podía haber otro libro que el Corán. Ese mandato condujo a que la primera imprenta de libros en árabe se creara 300 años más tarde y que el número de traducciones de otras lenguas publicadas desde hace doce siglos equivalieran a la producción editorial anual en España. En cuanto al progreso tecnológico, un autor iraquí sugirió: “Si en siglo XVIII un árabe hubiera inventado la máquina de vapor, nunca se habría fabricado”, corroborado por la pobre estadística de patentes hasta hoy.
Las autopistas, los barcos de vapor, los puertos y puentes, el abastecimiento de gas y electricidad, los servicios de comunicaciones y los transportes públicos fueron creados y construidos por compañías europeas. Incluso los Estados petroleros son incapaces de explotar sus propios recursos sin la adquisición de tecnología, de geólogos e ingenieros, de flotas de buques cisternas y de refinerías provenientes de Occidente.
Los profesionales calificados locales abandonan la región. Según el Arab Human Development Report, entre 1976 y 2006 se produjo una fuga de cerebros que cercenó toda posibilidad de crecimiento autóctono: el 23% de los ingenieros, el 50% de los médicos y el 15% de los científicos emigraron. También dependen de la mano de obra extranjera: el gobierno autoriza a cada qatarí el empleo de migrantes en condiciones laborales abusivas, tal como mostró el Mundial de Qatar. Observaba Enzesberger que “tanta riqueza es una maldición, pues les recuerda constantemente su dependencia” de los infieles. El Corán ordena pegarles a las mujeres desobedientes y los musulmanes radicales lo hacen. Pero el problema no es del libro sagrado, sino de que el derecho familiar, sucesorio y penal de la sharía continúe vigente en la mayoría de los países árabes.
Pese a ese escenario retrógrado, el feminismo radical occidental silencia las violaciones de mujeres acaecidas en la invasión de Hamás y la progresía occidental defiende lo indefendible, a costa de traicionar la dignidad humana y los ideales igualitarios legados por la Ilustración y erróneamente proyectados en una cultura teocrática regulada por otra escala de valores. Asociados a un sentimiento de inferioridad, esos valores arcaicos condujeron a que los “infieles” deban ser injuriados porque su único propósito, a juicio de los islamistas radicales, es humillarlos. Y se los obedece: el mundo puso el grito en el cielo tras la matanza de Charlie Hebdo, pero pasó por alto un dibujo publicado en el Arab News saudí en abril de 2002 que caricaturizaba al entonces primer ministro de Israel, Ariel Sharon, con un hacha en forma de esvástica sacrificando a niños palestinos.
El 7 de octubre de 2023, la “muerte a los infieles” se encarnó en terroristas que, desde Gaza, invadieron Israel en parapentes motorizados. Terroristas desprovistos de ese halo heroico que se suele atribuir a quienes se inmolan con un cinturón de municiones. Fue un ataque sorpresa que, sin embargo, no sorprende: los “guerreros de Dios” matan en los trenes de Atocha, en negocios de barrio… Pero “los infieles” somos muchos más. Es inevitable evocar al pastor luterano Martin Niemöller (1892-1984), quien sentenció: “Primero vinieron por los socialistas, y yo no dije nada, porque yo no era socialista…. Luego vinieron por mí, y no quedó nadie para hablar por mí”. Los “guerreros de Dios” vinieron por Israel. De ahora en más, vendrán por Occidente.
Dra. en Filosofía y ensayista