Está aprendiendo a hablar
Durante 3500 millones de años ni una sola palabra se oyó en este planeta. Sonaron el mar, los ríos, el trueno, los volcanes, la maleza, la lluvia y el viento. Llegaron luego el croar, los rugidos, el ulular nocturno de los búhos, los gorjeos, los ladridos y el susurrar de las abejas en las madreselvas.
Pero ni una sola palabra.
El hablar es un milagro cotidiano, uno que tenemos tan cerca que no llegamos a ponderar con entera justicia. Mirémoslo mejor.
Somos capaces de articular un conjunto muy pequeño de sonidos. Veintitantos. Treinta y pocos. No servirían de mucho, excepto porque podemos combinarlos para formar palabras. Un gato doméstico tiene una operística habilidad interpretativa, pero no entrelazará el bufido hostil con el maullido perentorio para significar: "Estoy indignado".
Y a este primer engranaje de chasquidos, vocales y consonantes se le vino a sumar otro. Aprendimos a combinar las palabras en oraciones de variedad innumerable, con gramáticas muy diversas, pero un principio común: podemos expresarlo todo, hasta lo inefable.
Es el mayor -y más tenaz- contrincante con el que tropieza el aprendiz de escritor. Trasladar al papel lo que tiene en la mente, en la imaginación, en el alma; encontrar las palabras exactas (no otras) y enhebrarlas en oraciones precisas que tejerán un párrafo imperfectible. Texto, tejido y textura tienen el mismo origen etimológico. Lleva años de lastimarse los pies en la rocalla de la sintaxis y de extraviarse en la selvática semántica para deshacerse del frustrante "lo tengo en la punta de la lengua".
El hablar, este hablar único que sólo nosotros practicamos, llenó el planeta con un sonido nuevo, el rumor de la humanidad.
Gracias a la escritura, lo usamos para rellenar inventarios, pero también para cantar la poesía, para hablarle a Dios y para escucharlo, para decir la verdad y para mentir, para declarar nuestro amor o para declarar la guerra. Y, pese a esta potencia incomparable, el hablar se reservaba todavía otro truco fascinante.
Despojado de sus deliciosas ambigüedades y sus armónicos impredecibles, el lenguaje no se marchitó, sino que originó la matemática y la lógica, y éstas parieron las ciencias.
Somos únicos también en esto. El industrioso hornero nunca va a escribir el algoritmo para construir sus nidos ni va a reflexionar sobre una arquitectura mejor. El minino que aprende a abrir las puertas jamás podrá transmitirles a sus silenciosos secuaces cómo lo hace. El perspicaz perico repite con talento inigualable lo que dicen los humanos, y lo hace con sospechosa pertinencia. Había en cierto pueblo un lorito que tenía a mal traer a toda una familia. Cuando se quedaba solo y una visita tocaba el timbre, respondía, con prometedora insistencia, imitando sin fisuras la voz de la dueña de casa:
-¡Ya va! ¡Ya va!
Pero no importa la mera mecánica de la emisión sonora. Están llenas de aves las estrofas bucólicas, mas no al revés. Esto es así porque en algún momento de la evolución se produjo un chispazo glorioso y nos apropiamos del verbo, de la conciencia, de la abstracción y del símbolo. Es todavía un enigma en qué orden se inició esta iluminación, pero el chispazo se repite a diario.
Observaba hace poco al pequeñín de unos amigos. Parecía balbucear sin sentido mientras despanzurraba una compota. Pero no existe nada sin sentido en un bebe. Pataleando en su sillita, incapaz de caminar o de procurarse alimento por sus propios medios, se dedicaba en cambio a refinar una facultad de complejidad colosal. Su farfullar era pura ejercitación, y sus oídos y su cerebro trabajaban a destajo. Estaba aprendiendo a hablar.
Dentro de un año y medio charlará con la destreza de un canciller. Sin otro maestro que su entorno y sin más manual que su genética, habrá incorporado un idioma completo, el suyo, propio e irrenunciable. Lo llamará su lengua materna y lo acompañará hasta su último aliento.