Esplendor y sombras de “la Chicago argentina”
Rosario: el origen de la comparación con la ciudad estadounidense se debía al rápido progreso y la laboriosidad de sus habitantes, cultores del crecimiento material y cultural
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A comienzos de 1852, Rosario era un insignificante caserío recostado a orillas del Paraná. A falta de recursos materiales, el gobernador Estanislao López le había dado años antes el título de Ilustre y Fiel Villa, que apenas se usaba en los documentos oficiales. Pese a que su posición geográfica como parte del Pago de los Arroyos la había convertido en testigo y actor de episodios relevantes de la historia argentina, como la creación de la Bandera y el combate de San Lorenzo, donde los milicianos rosarinos pelearon junto a los granaderos de San Martín, las guerras fratricidas y el cerrado monopolio del puerto de Buenos Aires la condenaron a la quietud y la pobreza.
La batalla de Caseros modificó radical y profundamente esa situación. El general vencedor, Justo José de Urquiza, no tardó en conseguir de la Legislatura santafesina, a instancias de uno de sus oficiales más cercanos, Nicasio Oroño, la declaración de ciudad (5 de agosto de 1852).
Y la libre navegación de los ríos, decretada días más tarde, abrió el excelente puerto natural sobre el Paraná a los buques de todas las banderas. Bastaron dos años para que, al decir del mismo Oroño, Rosario se convirtiera en una ciudad de importancia, con un crecimiento asombroso que prometía transformarla en emporio de riquezas. Su cómoda ribera permitía el amarre de buques de carga y las provincias del interior se proveían con fluidez en las flamantes barracas y almacenes de prósperas casas comerciales. En 1857, un amplio muelle, el de Hopkins, amplió sustancialmente las operaciones. Vapores y veleros aceleraban las comunicaciones con los puertos de los ríos Paraná y Uruguay, tocaban Buenos Aires, llegaban a Montevideo y conectaban con otros puntos del planeta. Mientras tanto, las Mensajerías Iniciadoras, con sus cómodos carruajes, abarataban el traslado hacia distintos puntos del país.
Al producirse la secesión de la provincia de Buenos Aires, que luego fue “Estado rebelde”, Rosario se convirtió en puntal económico de la Confederación Argentina, y producida la reunificación nacional tras la batalla de Pavón (1861), acrecentó ese carácter. El decidido apoyo que brindó el presidente Mitre al proyecto de construir una línea férrea que uniera a la urbe del litoral con la ciudad de Córdoba contribuyó a que su acérrimo enemigo Juan Bautista Alberdi asentara la afirmación de que las vías férreas le habían “quebrado la espina dorsal al desierto”. A medida que avanzaba el riel, surgían nuevas colonias agrícolas a lo largo de las vías, y el cereal se convertía en una fuente de prosperidad que hallaba su centro natural de distribución en la ciudad ribereña del Paraná.
En 1870, el pionero español Carlos Casado del Alisal fundó la colonia Candelaria en el sur de Santa Fe, que dio origen a la ciudad de Casilda y a la creación de otras más. Esos establecimientos comenzaron a producir trigo de calidad superior que ocho años después fue exportado hacia Europa desde Rosario. El primero de los embarques llegó a Glasgow y abrió un flujo que en poco tiempo contribuyó a superar la gran crisis económica del gobierno de Nicolás Avellaneda. Casado no tardó en concebir la formación de una sociedad para levantar espaciosos graneros a la vera del río.
En pocos años se hablaba ya de “la región del trigo”, título de uno de los textos más felices de Estanislao S. Zeballos, para mencionar esa vasta extensión de doradas mieses que brindaban sustento a varios países del mundo, y se reconocía a Rosario como centro de embarque de primer orden.
A metros de la costa tenía su terminal el Ferrocarril Oeste Santafesino, también iniciativa de Casado, de modo que el cereal era rápidamente embarcado. Narra un contemporáneo: “Circunvala este con otra vía férrea que enlazada con la anterior y con la que llega ya hasta la Córdoba de este estado americano conduce así una gran parte de los cereales procedentes de esta fértil región, al andén que forma el vestíbulo del notable edificio-granero, obra y propiedad también del mismo Casado y que se levanta a pique en las orillas allí profundas del Paraná. Los vagones descargan vaciando en el expresado vestíbulo y por grandes bocas de escotillas al ras del piso, los granos van a caer a sótanos donde poderosas cuanto ingeniosas máquinas, accionadas por una a vapor de 50 caballos nominales, lo elevan, limpiándolo enteramente, hasta el último y elevado piso del edificio, bajando luego, pesándolo y dándole dirección, bien al piso de donde con facilidad y rapidez se ensaca y almacena; bien encauzándolo en ancha correa que en su movimiento horizontal por la acción del motor general, hace deslizarse un río de trigo, que formando original cascada va a caer en los grandes depósitos, cada uno de determinada capacidad, y en todos los depósitos, esa misma corriente de granos sigue la dirección del muelle que, adosado a él, forma parte del edificio, y embarca inmediatamente, y a granel, en los buques de travesía atracados al muelle, hasta sesenta toneladas de grano por hora”.
La comparación con los grandes centros exportadores y emporios comerciales de Estados Unidos se hizo corriente, y así pudo escribir a Domingo Faustino Sarmiento en 1888, año de su muerte, el periodista, literato e historiador rosarino David Peña en un exceso de amor hacia la patria chica: “Ahora Rosario es la primera ciudad de la República Argentina por el número de sus habitantes y su asombroso movimiento, sus muelles, su red de ferrocarriles, de circunvalación y subterráneos [...] Rosario es la Chicago del Río de la Plata, al que los ascensores colosales envían torrentes de trigo y lino que van a desembarcarse a Inglaterra”.
La denominación, que posiblemente corría desde bastante tiempo antes, quedó definitivamente consagrada. Se la lee con frecuencia en los periódicos de la época, y hasta no hace mucho los antiguos vecinos la utilizaban cuando querían remarcar la condición de Rosario de “hija de sus propias obras”.
Un artículo del diario La Capital, fechado en marzo de 1929, subrayaba que la entonces segunda urbe de la república había sido llamada “muy acertadamente la Chicago argentina por la similitud entre la ciudad a orillas del lago Michigan y la ciudad a orillas del Paraná respecto de su rápido progreso, del espíritu mercantilista de sus habitantes y del vigor y empuje que se advierte en todas las iniciativas por ellos emprendidas”. Pero se lamentaba de que, como en Chicago, famosa por un proceso a los responsables del envenenamiento de muchos vecinos, existieran adulteradores de productos alimenticios.
Otro penoso motivo de comparación era la presencia de la mafia, con sus “capos” Chicho Grande y Chicho Chico, y la acentuación de las actividades de la enorme red de trata de personas que, surgida en Buenos Aires, se había expandido hacia otros puntos, entre ellos Rosario: la Zwi Migdal.
Desafortunadamente hoy, cuando se habla de las atrocidades del narcotráfico, se alude a estos deplorables antecedentes y no a los que originaron la justa fama de ciudad laboriosa, amiga del crecimiento material, pero también de la cultura en sus más polifacéticas expresiones.
Expresidente de la Academia Nacional de la Historia