Esplendor y ocaso de Al Capone
Por Orlando Barone
Sus abogados -en su mayoría de Filadelfia, donde están los más eficaces- se la pasaban diciendo que Al Capone era inocente. Esgrimían argumentos aparentemente infalibles y, en vista de que era imposible refutarlos sin tener pruebas en contra, se pavoneaban ante los micrófonos ponderando la honra del cliente.
Los jueces que eran empleados de su imperio expresaban su opinión mediante fallos a su favor en los juicios. El clan a su cargo, y los funcionarios policiales sobornados, eran aún más devotos. El mismo, con su cara de Robert de Niro maquillado para el cine, se proclamaba inocente de todas las malas cosas que se le atribuían. Minimizaba con sorna las sospechas sobre su flamante y súbita riqueza: la Justicia nunca le había encontrado nada. ¿Qué clase de ciudadanos democráticos son -alardeaba ante la prensa- que no aceptan el fallo de los jueces? Decenas de éstos, de fiscales y de legisladores, en tanto él seguía faroleando, recibían sendos sobres con fajos de billetes.
La depresión, el desempleo y la crisis más grande de los tiempos no le hacían mella: él tenía su mercado y recaudación propios. Era obvio que la inseguridad, otro mal de la época, no lo preocupara.
Al Capone dedicaba parte de sus ignotos y expandidos bienes a obras benéficas; las mujeres de su familia también. Algunas fundaban escuelitas para dar de comer y educar a quinientos niños. Eran bellas, e inevitablemente rubias poseídas del decolorante y las extensiones. Entre su plantilla de empleados distribuía ingresos altamente superiores a la media de la sociedad laboral norteamericana. A su alrededor flotaba un aire de sometimiento y de adoración rentada. Para atraer a sus interlocutores le bastaba, sin conocerlos, con aprenderse de memoria sus nombres. Nada hay más intenso para los seres anónimos que sentirse individualizados por alguien notorio. El recurso lo extendía a los periodistas y reporteros -a veces tan sensibles y tan lábiles- a quienes distinguía hasta por sus apodos o nombres en diminutivo, atrapándolos así con pegamento. Tiene cintura, proclamaban con unción hasta personas aparentemente decentes que con él se olvidaban del más mínimo reparo de moralidad; es un animal de negocios y un generador de cambios, insistían sus cómplices del gran barrio de Chicago. Lo que les gustaba de los cambios era que a ellos los beneficiaban profusamente. Su estrategia social era eficaz: desde las furtivas cuevas donde contrabandeaba alcoholes destinaba fondos para combatir el alcoholismo. Iba a la iglesia; se palmoteaba con los curas y pastores colmándoles sus alcancías de cheques de cinco o seis cifras; lloraba de emoción viendo ópera, y la parte de la Divina Comedia que más le gustaba -según Mario Puzo- era la que condena a los ingratos o traidores al círculo noveno del infierno. El era menos metafórico: los tachaba del mailing de la vida. Lo atraían el lujo, practicar deportes o escucharlos por radio, reunirse con varones de trajes y relojes caros, compartir fiestas con mujeres solas y dúctiles que amaran más el salón de belleza que la cocina. Lo tentaba el cholulismo: se cuenta que en una Navidad entró de compras con su séquito en una gran tienda y cuando vio a Santa Claus le pidió un autógrafo. Le gustaban los animalitos: tenía una variedad de perros de raza y también pájaros exóticos. Tuvo un panal que él mismo cuidaba hasta que un día lo picó una abeja.
Al Capone tenía varias casas: nunca estaban a su nombre. Alguna era un palacio. También tenía un bungalow de decorado silvestre, sobre la playa más lejana y más bella del lago Michigan. Allí arrumbaba sus polainas y camisas de seda y se vestía de farmer , de pescador o de ranchero: le encantaba la variación de atuendos y de rubros. Ora vivía en una casa, ora en otra. Nunca se sabía con certeza dónde estaba.
Adoraba los baños de vapor y los afeites. Y a pesar de ser casi calvo no se decidía por un bisoñé porque el diseño de la época era muy tosco. Para aparentar más altura se apoyaba en un sobrepiso interior que el artesano zapatero le instalaba en los zapatos. Pero le costaba hacer régimen: en aquellos tiempos no se usaban los dietólogos. Hoy sería delgado. Fue uno de los primeros favorecidos por la incipiente cirugía dental y las prótesis suntuosas de dientes de diamantes. Los dientes, igual que sus zapatos, lucían siempre nuevos. Tenía conciencia de sus raíces en una ignota aldea de Sicilia, y decía que para llegar con éxito a alguna parte no había que olvidarse de dónde se había partido. Se adueñaba de axiomas antiguos u orientales aunque solía confundir a sus autores. Cada tanto un amanuense le soplaba una frase ingeniosa con la que le daba a la prensa el título del día.
Conoció y alternó con casi todas las grandes estrellas del show y del cine de la época. No le hacía gracia Charles Chaplin: le parecía un cínico que usaba a los pobres para parodiar a los ricos. La propia familia de Al Capone había sido infortunada: de allí su necesidad de emular a los banqueros. Sobre todo a los que prosperaban en menor tiempo. No tenía ni noción de las cuentas bancarias a su nombre; ni recordaba tener alguna numerada en Suiza. Sólo sabía que no sabía hasta cuánto alcanzaba su fortuna. Sus administradores le recomendaban no precisar nunca detalles en público para no incurrir en riesgos. A veces se olvidaba y metía la pata.
Debió haberse retirado cuando todavía estaba a tiempo. Ya en 1925 su paisano John Torrio se había vuelto a la costa del Tirreno con treinta millones de dólares. Pero lo angustiaba la idea de convertirse en un hombre solamente. Quiso quedarse y continuar: se salteaba a su vasta secuela de damnificados y de víctimas, y al contemplar la mejor porción del barrio o del reino, ignorando el mapa completo, presumía de todo el bien que había hecho a esos pocos. Lo perdió tratar de acabar un viejo pleito con su único rival mafioso: Bugs Moran. El resentimiento de la banda enemiga, y algún "buchón" dañado, deschavaron el lugar donde Capone era vulnerable. Presionado por la sociedad harta de bandidos, el gobierno de Hoover mandó investigarlo: esta vez con todo. El agente Elliot Ness, de sólo 28 años, logró cazarlo por un probado delito federal de menor cuantía que tantos otros más graves que había cometido. Eso y la determinación moral fueron suficientes para dar fin a la impunidad de toda una década. Fue condenado en 1931: pero ante el tribunal seguía fanfarroneando su inocencia. Todavía hay gente que le sigue creyendo.
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