Espionaje sobre los empresarios
Este anhelo no significa de ningún modo un retorno al pasado, sino más bien una invitación a volver a las fuentes
Parece mentira que con tanta delincuencia organizada y bien asentada en provincias centrales del país, la Agencia Federal de Inteligencia (AFI, ex SIDE) ponga la lupa en la actividad empresarial. Las cámaras empresariales más representativas del país se mostraron sorprendidas ante la amplitud de los términos del reciente decreto 1311 del Poder Ejecutivo, que legitima las tareas de inteligencia criminal sobre grupos económicos que pretendan realizar "corridas bancarias", "desabastecimientos" o "golpes de mercado" tendientes a "desestabilizar el orden constitucional y la vida democrática". Todos conceptos muy amplios y ambiguos.
Por medio del nuevo decreto que reglamentó la ley nacional de inteligencia, el Gobierno puso en cabeza de la AFI las investigaciones financieras contra bancos, aseguradoras u otros agentes económicos que pudieran ser tildados, en definitiva, de "terroristas del mercado". Así, producto de la búsqueda, recolección y análisis de información clasificada, secreta y financiera, el titular de la agencia de espías estatal podrá denunciar penalmente a tal o cual agente económico, mediático o bursátil por conductas de tipología difusa como las que reprocha, por ejemplo, la polémica "ley antiterrorismo" del artículo 41 del Código Penal, sancionada en 2012.
Estas y muchas otras facultades en favor de la AFI son criticables desde dos perspectivas diferentes. Primero, el decreto utiliza términos muy poco claros y ambiguos, que pueden dar lugar a "dobles y arbitrarias interpretaciones" por parte de las fuerzas de inteligencia, fiscales o jueces federales que, en el futuro próximo, activen denuncias penales contra ahorristas, bancos o medios por supuestos "golpes al mercado".
Esta clase de excesos legislativos ya fueron reprochados por organismos y tribunales internacionales. Por ejemplo, la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas alertó sobre la amplitud de la ley antiterrorismo de Canadá y Bélgica, que incluía conductas tan indescifrables como las de "terrorismo económico". Se recomendó a ambos países que adoptaran definiciones más precisas y acotadas "para asegurar que sus ciudadanos no puedan ser perseguidos por motivos políticos, religiosos o ideológicos". El fallo "Castillo Petruzzi et al vs. Perú", de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, también alertó sobre los abusos de poder a los que puede dar lugar una definición vaga de "terrorismo financiero" que incluya, por ejemplo, la "manipulación de mercado".
La otra crítica es más potente. Se centra en el avance desmedido e injustificado del Estado por sobre las garantías individuales y del debido proceso, que impiden actividades investigativas del Estado transformadas en "excursiones de pesca", en el sentido de que si el resultado de una pesquisa previa de la AFI o una de sus denuncias penales resulta negativa, sigo con otra, y otra, hasta que consigan, o no, lo deseado. Dicho de otro modo, es legítimo investigar hechos para determinar quiénes son los responsables; en cambio, resulta írrito proceder a la inversa e investigar a un particular, por las dudas, para cerciorarse de si incurrió o no en algún episodio reprensible.
Como decía el filósofo del derecho Carlos Nino: el avance hiperactivo del Poder Ejecutivo, en este caso a través de la construcción de una "súper" o "hiperagencia federal de inteligencia", elimina la división de poderes y alienta al Estado a avanzar sobre la privacidad y el derecho de propiedad del individuo.
Aun cuando la reforma de la ley de inteligencia fuera necesaria, cuanto menos para transparentar el funcionamiento de la ex SIDE y para ordenar la interconexión entre los espías y el Ministerio Público Fiscal, los cambios normativos tan sustanciosos como éstos no pueden hacerse en forma exprés sin la búsqueda de consensos básicos y, por si fuera poco, a cualquier precio. Todo esto impacta negativamente en el respeto de derechos fundamentales.
Hay que volver, en definitiva, a la visión democrática de Montesquieu: balance y debida división de los poderes del Estado, tal como lo describe el célebre autor en El espíritu de la ley, de 1750. Este anhelo no significa de ningún modo un retorno al pasado, sino más bien una invitación a volver a las fuentes, a aquellas raíces que forjaron y siguen forjando las bases de cualquier régimen democrático y republicano de gobierno.
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