Especial de Navidad: Las palabras de ahora no son las de antes
Por décadas, las fiestas de fin de año fueron un momento esperado con el fervor que solo se les dispensa a los grandes acontecimientos. La cuenta regresiva comenzaba a fines de noviembre, cuando mamá bajaba del altillo, llenos de tierra, unos calendarios de Adviento heredados de mi abuela favorita. Mis hermanos y yo nos repartíamos el tesoro, y guay de que alguno quisiera apoderarse del que no era el suyo. Después venía lo mejor: el armado del arbolito y el regreso triunfal -desde el fondo de la alacena- de ese galeón de papel llamado El libro de Doña Petrona C. de Gandulfo.
Ni fotos tenía, de tan viejo. Pero con eso alcanzaba. Yo leía frases como "Tocino del cielo", "Áspic" o "a la Villeroy" y -venida de una vida en donde lo más parecido al lujo era un pollo al horno- suspiraba. Y abría los ojos, y los oídos, y la seguía a mi mamá para ver en qué momento esas letras misteriosas saltaban del papel a la realidad. ¿Qué sería "villeroi"? Tenía ecos de villa, y de rey francés. Yo comenzaba a ver un desfile versallesco saliendo de la cocina. Y, como no podía esperar a ver el final, me ofrecía para todo: ir a la frutería, pelar el ananá, lavar las fuentes. Solo quería quedarme cerca. Y aprender, porque alguna verdad que se me escapaba estaba encerrada en esas frases brotadas del fondo de la alacena en el tiempo de los jazmines.
Desde entonces sé que encerrada en cada palabra hay una astilla del mundo. Del mundo real, sí, pero también de lo que podía llegar a ser. En mi casa nunca había entrado un áspic. Pero, con los ingredientes y las palabras adecuadas, ese renglón de un libro remoto podía volverse espesor, colores y perfumes. Si aquello no era magia, se le parecía bastante.
Las palabras siguen siendo eso: semillas de universos. A muchas todavía nos emociona escuchar o leer palabras que dábamos por perdidas. Y, cuando eso pasa, es un reencuentro y una alegría. Es una Navidad, solo que de otro modo.
Hoy, debo confesar, ya no son áspic o huevos quimbo las palabras que me reviven. En su bellísimo Lost in Translation, Ella Frances Sanders hace "un compendio ilustrado de palabras intraducibles de todas partes del mundo". Y recoge estas preciosuras: komorebi (en japonés, "la luz que se filtra a través de las hojas de los árboles"), gurfa (en árabe, "la cantidad de agua que cabe en la palma de una mano") y ubuntu (en bantú, "encuentro mi valía en ti y tú la encuentras en mí").
Los idiomas son tanto más que un lexicón y una serie de reglas: son modos de ver el mundo. Son miradas sobre un renglón, el mundo que registra y consigna un grupo de humanos en algún lugar de la Tierra.
Por estos días de intenso debate en torno del llamado "lenguaje inclusivo", vuelvo a celebrar a las palabras por lo que son: organismos vivos y mutantes. Este año, ese debate llegó a la mesa de cada casa y hasta puede que regrese el 24, esa noche en la que toda la familia vuelve a reunirse y las charlas son parte del menú de Nochebuena.
Recuerdo a la doctora Ofelia Kovacci, mi profesora de Gramática, cuando explicaba el largo camino de la palabra "conmigo" desde el latín hasta nuestros días. Los siglos que la trajeron hasta aquí y los olvidos que viajan en cada cosa que decimos. Las palabras son, también, una familia reunida en torno de algo llamado idioma.
Que realidades tan nuevas como las frutas y las flores del Nuevo Mundo (esas para las que en su tiempo tampoco hubo palabras) busquen sus propias voces, su propia manera de darse a conocer, me parece motivo de celebración. El tan denostado "todes", por caso. Es una marca. Un gesto: algo que estaba allí, invisible, empuja para volverse parte del río de la lengua. Porque todes (la palabra que hasta la computadora en la que escribo subraya en rojo, la antigua marca de las infieles) habla de un mundo más allá de la díada. De una galaxia entera que excede los límites de la o y de la a. Tal vez no sea nada. Tal vez sea un indicio. Tal vez sea hora de volver a pensar (puede que en familia, puede que en Nochebuena) en lo que decimos, cómo lo decimos, quiénes y para quiénes lo decimos.
Que la Real Academia Española haya reconocido a "setiembre" o a "almóndiga" al tiempo que alza su ceja castiza frente a cualquier cosa que cuestione el sacrosanto binarismo no hace más que confirmar lo que sospechábamos. Lo dicho por Griselda Gambaro: hay cosas "que no se nombran porque la palabra es el primer testigo incómodo".
No solo en Nochebuena hay temas de los que no se habla "para no discutir". Pero de la conversación brota el entendimiento. Celebro pues ser testigo de la lengua en rebeldía. De esta Navidad sin mandatos, en la que las palabras titilantes ya no están solo en un libro olvidado sino también en la calle. Vivas. Y en movimiento.