La clase media: el gran relato moral
La narrativa de ascenso social cimenta una idea de destino nacional
Esta nota es parte de un número especial del suplemento Ideas dedicado a las "Utopias argentinas", los modelos de país que imaginamos en 200 años de historia
Durante el curso de la última campaña presidencial, en su afán por diferenciarse, Scioli y Macri se pronunciaron respecto de la posición que adoptarían sus eventuales gobiernos en relación con la clase media. Casi dos meses antes de la primera vuelta, tratando de mostrarse como la continuidad de Néstor y Cristina Kirchner y basándose en datos del Banco Mundial, Scioli recordó que la clase media argentina era la que más había crecido en América Latina. Por su parte, Macri sostuvo en un acto en las primeras semanas de septiembre pasado que la Argentina debía ser un país de clase media, que todos debíamos tener un proyecto de progreso para elegir dónde vivir, trabajar y estudiar. Así, mientras que para Scioli la recomposición de la clase media era un logro, corolario de las políticas económicas del kirchnerismo, para Macri era una tarea pendiente que su gobierno asumiría. No obstante, ambos compartían la convicción de que, en el pasado, la Argentina fue un país de clase media.
No eran aserciones aisladas. En diciembre de 2010, al proclamar su candidatura presidencial para las elecciones de 2011, Elisa Carrió había expresado su objetivo de construir una nación en la que los hijos y nietos de los pobres llegasen a ser de clase media. Y unos años más atrás, mientras la Argentina intentaba recuperarse de la debacle de 2001, Néstor Kirchner proclamaba ante la Asamblea Legislativa su cometido de fortalecer a la clase media con una mejor distribución del ingreso que pudiese sacar a muchos argentinos de la pobreza: la clase media era el motor de la sociedad, como sostendría poco después.
¿Cómo explicar esta insistente preocupación por la clase media en boca de políticos que, en algunos casos, mantenían importantes diferencias ideológicas y partidarias? Respuestas tales como "todos los políticos prometen y no cumplen" o "buscan el voto de la clase media" pueden tener algo de cierto, pero no ayudan a entender el porqué de esa aserción compartida: (volver a) ser un país de clase media.
Durante los años 90, varios estudios señalaron la aparición y el crecimiento de un sector de pobreza "nuevo", proveniente de la clase media, como consecuencia de la desocupación y la pobreza generadas por las políticas menemistas. De lo que se trataba, entonces, era de volver a lo que alguna vez el país había sido, de alterar el ciclo decadente por otro virtuoso. Pero ¿a qué país se debía volver o reconstruir? Los discursos presentados al inicio proveen algunas pistas: uno en el que sea posible progresar, incrementar los ingresos, acceder a más y mejores consumos y servicios, ganar en autonomía individual? Pero no todo es tan evidente, justamente porque referirse a la clase media no necesita demasiadas aclaraciones: constituye una suerte de acuerdo implícito o sobreentendido colectivo. Por eso, mientras muchos especialistas se esfuerzan por delimitar y medir sus vaivenes históricos, sus usos prácticos y cotidianos son imprecisos y elásticos. Pero es esta ambigüedad y maleabilidad la que proporciona los mejores indicios para entender la relación entre la Argentina y su clase media.
Un retrato optimista
Aprendí esto escuchando a personas que habían atravesado experiencias de descenso social tras la crisis de 2001 y leyendo testimonios similares obtenidos por estudiosos del empobrecimiento en la década de 1990. Esas personas empobrecidas hablaban de la desaparición de la clase media, a la cual ya no estaban seguros de pertenecer, aunque tampoco creían ser como los "auténticos" pobres. También habían perdido la fe en el futuro, en que sus hijos o nietos pudiesen tener una vida mejor. Afirmaban que sus antepasados (en su mayor parte inmigrantes de origen europeo) lo habían logrado trabajando arduamente, esforzándose, pasando privaciones.
Esta imagen de una tierra que ofrecía amplias oportunidades para quienes, a través del esfuerzo y la laboriosidad, fuesen merecedores de ellas tiene amplia aceptación entre vastos sectores del país. Pese a que varios estudios han relativizado dicho retrato optimista del pasado, éste subsiste como un proyecto perdido, un camino del que nos hemos desviado y que hay que retomar. Esta creencia es la que mantiene plena vigencia en razón de una eficacia basada en su naturaleza encarnada en prácticas, objetos y lugares. Sus fuentes ideológicas provienen, entre otras, de la oposición sarmientina entre civilización y barbarie, del ideario que promovió la inmigración de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Devino una historia sagrada fuertemente moral, capaz de diferenciar caminos de progreso probos de otros indignos.
Tras el golpe de Estado de 1955, intelectuales nacionalistas produjeron un contrarrelato cuyo objeto fue atacar la pretendida relación entre clase media y nación. En este relato, la clase media aparecía como enemiga del pueblo y los trabajadores, carente de conciencia nacional, aliada de la oligarquía y los intereses foráneos. Estas ideas alcanzaron carácter público en años recientes (se recordará al respecto un discurso de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner en setiembre de 2010). En los escenarios altamente conflictivos del último tiempo, "la clase media" apareció la mayor parte de las veces como un actor homogéneo, con identidades, valores y aspiraciones comunes: para algunos, defensora de la República y la democracia; para otros, contraria a los intereses populares. Pero todos convenían tácitamente en que allí, de un lado de la frontera ideológica, estaba la clase media, aunque del lado opuesto los niveles de ingreso fuesen iguales o mayores, y las marcas de ropa o los destinos turísticos elegidos, iguales.
Quienes se lamentaban por haber sido duramente golpeados por la crisis aludían a la corrupción generalizada (desde ya, cierta) como causa principal de las desgracias y a la falta de justicia para castigarla; clamor que, casi siempre, no venía acompañado de un mea culpa por haber apoyado ciertas políticas o por evadir impuestos. Simultáneamente, muchos no tenían prurito en afirmar que un gobierno que era capaz de devaluar y acorralar en los bancos los ahorros era inmoral, desestimaba el esfuerzo y la honestidad del trabajo, a la par que premiaba con planes sociales a cambio de votos a un sinnúmero de "vagos" y "negros" provenientes del "interior" o de países limítrofes, sin apego al trabajo y predispuestos a delinquir. Estos aspectos racistas abundan y, aunque no han podido jamás convertirse en un discurso público, circulan con profusión bajo diferentes formas, incluso a través de prácticas en apariencia inocuas. Aunque algunos insistan en su carácter irrelevante, es hora de tomarlos más seriamente, en particular por el modo en que se relacionan con principios de diferenciación social que rara vez interrogamos.
Si estamos en lo cierto, las invocaciones a la clase media actualizan un gran relato moral acerca del destino de la nación. La que tal vez sea una de las narrativas fundacionales de nuestro proyecto colectivo encuentra su sentido en la búsqueda de esperanzas admisibles que, indefectiblemente, aprobarán determinadas genealogías y condenarán otras. Si una versión más universal es deseable, nos espera una labor de recreación ya no como protagonistas de este cuento que todos narramos (aunque no necesariamente lo sepamos), sino como audiencia crítica de su representación pública y autores en nuestra cotidianidad.
El autor es investigador independiente del Conicet y director del CIS/IDES
Sergio Visacovsky