Esos bares poco notables
Con Juan Pablo Muszkatz nos conocimos jugando en la plaza, cuando apenas podíamos balbucear algunas palabras, casi en contraposición con la verborragia de nuestras madres, que las hizo amigas. Por eso, fuimos juntos al jardín de infantes y a la escuela primaria. Cuando en 1992 nos tocaba empezar la secundaria, él pasó a un colegio industrial y yo hice el bachillerato. Habíamos sido amigos (casi) toda nuestra vida, y para no perder la cotidianeidad, decidimos encontrarnos a desayunar los sábados a la mañana en el Bar San José, que quedaba frente a la clínica homónima, en Güemes y Sánchez de Bustamante. Era un sucucho oscuro, donde el café no alcanzaba siquiera los estándares de calidad de nuestros paladares pre-adolescentes. Llegábamos a las nueve de la mañana, cuando parroquianos ya apuraban el primer farol de vino blanco.
Esa fascinación temprana y anacrónica por los bares nos llevó a hacer una excursión a la vieja Esquina Homero Manzi, en la intersección de San Juan y Boedo, bajo el influjo del Sordo Gancé y FM Tango. Las locaciones fueron variando. A veces, era en la calle Corrientes, en La Paz o La Giralda. Otras, en el Bar Guise, aquel de los memorables huevos duros. También, en la vieja pizzería Las Vegas (el nombre lo apunta, desde Mallorca, el colega y amigo Juanito Orúe), de Agüero y Santa Fe. Postales sueltas de un deslumbramiento discepoliano, nostálgico y precoz.
Pero, más allá del amor a los cafetines porteños, pertenezco a una generación que encontró ese refugio, esa escuela de todas las cosas, en los mini-mercados de las estaciones de servicio. A mediados de los noventa, y por un lustro, aproximadamente, el de la esquina de de Agüero y Santa Fe fue el punto de encuentro de mis amigos, de la escuela y del barrio. Ahí conocí a mi primera novia, porque una de sus mejores amigas vivía en esa cuadra y ahí se juntaban a estudiar, igual que nosotros, las materias del último año de la secundaria. La dinámica romántica del café se reproducía en la Puma (luego, EG3): a cualquier hora del día que pasaras, te ibas a encontrar con un amigo. El más consecuente: Patricio Rauth, que por unos años montó allí su "oficina".
El disparador de todos estos recuerdos fue el documental (hecho en cuarentena, disponible en YouTube) Bares de esquina de barrios perdidos, dirigido por el baterista Martín Paladino y el fotógrafo Edgardo Kevorkian, que desde su cuenta de instagram La Ruta del Café con Leche construyen una guía azarosa de bares poco notables de la ciudad de Buenos Aires. Participa el periodista Reynaldo Sietecase, que sostiene que "los bares son una marca de identidad de una ciudad". También aportan su testimonio, entre otros, Tute, Narda Lepes, Antonio Birabent, Cucuza Castielo, Ernestina Pais, Manuel Moretti (cantante de Estelares), Enrique Symns y Pedro Saborido. Y yo tuve el gusto de aportar algunas historias musicales. Pero creo que la gran virtud del film es que funciona como un catalizador de ideas en relación a nuestros vínculos con esas locaciones emblemáticas. De hecho, la cineasta catalana Isabel Coixet publicó hace unos días un texto precioso donde repasa los bares de su vida. Entre ellos, uno donde "únicamente servía café y huevos duros y chocolatinas."
Mientras lo veía, me acordé también de los bares donde paraban mis tíos. Andy vive en Miami, pero en cada visita se encuentra con las mismas caras en un café de Caballito. Mi tío Armandito, que se nos fue pero aún nos guía, vivía en Córdoba, y cada vez que volvía a La Paternal, tenía una silla con su nombre en Yatasto, de Jonte y la Avenida San Martín.
Pienso en los bares y en el próximo café con Juan Pablo. Quizás esta vez me cuente de qué se reía, solo, apoyado en un poste de luz y mirando el horizonte, aquella vez que lo divisé desde el colectivo 12, frente al Congreso Nacional, alguna tarde a fines de los 90.